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18 junio, 2025
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El otro Oaxaca… 

Había una vez dos ciudades.

Una brillaba por sus iglesias barrocas, sus restaurantes de autor y sus calles peatonales.

La otra se levantaba en los cerros con casas de block sin pintura, banquetas a medio hacer y cables colgantes como telarañas.

La primera, toda gentrificada ella, como la Marbella, culpaba a la segunda de ensuciarlo todo.

La segunda, resignada, recogía su basura y caminaba con ella hasta donde pudiera dejarla.

Un día, la ciudad rica se llenó de basura. Los camiones no daban abasto. Los tiraderos colapsaron. Los turistas arrugaban la nariz.

Y entonces, desde los cerros, bajó una multitud con bolsas en las manos y furia en los ojos. “Nosotros no ensuciamos solos”, dijeron. “Ustedes también arrojan, pero lo hacen escondidos”.

La ciudad rica se escandalizó. Acusó. Mandó a limpiar.

Pero no limpió el sistema. Solo barrió las calles.

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En los márgenes de la ciudad, donde se deshilacha el concreto y comienza el polvo, hay un Oaxaca que no aparece en los folletos turísticos ni en los discursos. Es un territorio incierto, mezcla de campo y ciudad, donde los techos de lámina compiten con los cerros por definir el horizonte. Allí vive la mayoría. Cuatriplican en número a los habitantes del centro, pero apenas existen en el imaginario urbano. Son los hijos del polvo y del desecho, y también las primeras víctimas de la crisis de la basura.

En esas goteras de la ciudad —donde la mancha urbana crece sin orden ni limpieza—, los camiones recolectores no pasan. No porque no sepan llegar, sino porque no conviene que lo hagan. Allá, en los extramuros de Oaxaca, la basura es negocio, control y castigo.

Cada mañana, una mujer con su delantal desteñido, o un joven con la mochila colgando del hombro, tiene que cruzar la ciudad pagando cuatro pasajes. Dos para llegar al centro. Dos más para llegar a su destino final: la escuela, el trabajo, la sobrevivencia.

En el trayecto, la basura los acompaña como sombra, como maldición. Su propia basura, metida en bolsas negras, esperando que un recolector privado —esos camiones fantasmas que se mueven entre las grietas del sistema— la acepte por una tarifa que puede ir de los 25 a los 100 pesos. ¿Cuántos tacos hay en una bolsa de basura? ¿Cuántos libros escolares se quedan sin comprarse por pagarle a un recolector clandestino?

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En las zonas conurbadas de Oaxaca —Santa Cruz Xoxocotlán, San Agustín de las Juntas, San Lorenzo Cacaotepec— abundan los camiones particulares. No hay contrato legal, ni factura, ni trazabilidad del residuo. Solo el intercambio cotidiano y desigual: dinero por desecho.

En muchos fraccionamientos, colonias populares y asentamientos irregulares, son los comités vecinales quienes negocian con las mafias recolectoras. Cobran cuotas, fijan precios, permiten o impiden el paso. Se organizan como si fueran autoridades legítimas, pero en realidad forman parte de un tejido de intereses que se parece demasiado al guion de Los Soprano. Aquí también hay capos, lealtades compradas, y una economía paralela que se alimenta del abandono institucional.

Y así, mientras en el centro escasean los botes de basura —aunque nunca falta uno donde alguien deje su bolsa “disimuladamente”—, en la periferia se paga por cada kilo que se quiere eliminar del hogar. Es el impuesto de los márgenes, por ser pobre, pagas más. Por vivir lejos, eres sospechoso. Por tener basura, te criminalizan.

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Este no es solo un problema de higiene, ni de gestión pública, ni de política ambiental. Es, sobre todo, una metáfora brutal del fracaso urbano. Oaxaca, como muchas otras ciudades latinoamericanas, creció sin plan ni compasión. Y donde no llega el estado, llega el oportunismo. Lo que debería ser un servicio público esencial, se convierte en un negocio privado sostenido por la necesidad de los más pobres.

Mientras tanto, los tiraderos a cielo abierto crecen en la loma, en los patios baldíos, en las cañadas, se expanden como heridas. No son de ellos, pero están en su territorio. Los habitantes del centro —incluso aquellos que se dicen concienciados, “eco-friendly”, amantes del mezcal artesanal— muchas veces son quienes acuden con bolsas repletas a esos basureros clandestinos. Y luego culpan a los otros. A los que no tienen opción. A los que aún intentan, con una dignidad que duele, cargar su basura hasta el centro, con la esperanza de encontrar un bote, un camión, un mínimo de orden.

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Algún día, si queremos una ciudad verdaderamente justa, deberíamos empezar por el principio: recoger la basura de todos. No dejar a nadie fuera del sistema. Que el servicio llegue hasta el último cerro, la última vereda urbanizada, el último rincón donde alguien prenda una vela para alumbrarse.

Porque mientras haya un Oaxaca sin recolección de basura, habrá dos Oaxacas enfrentadas. Y en esa fractura, como en todas, la basura será el espejo de lo que somos: una sociedad que prefiere esconder sus residuos que asumir su responsabilidad.

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