Para Pina Hamilton, ambientalista extraordinaria …
Había una vez un árbol joven que nació en la grieta de una banqueta, entre la piedra caliza y el polvo reseco de una ciudad colonial. No fue plantado con ceremonia ni esperanza, sino que simplemente brotó, testarudo, como si desafiara la lógica de una ciudad que había olvidado cómo convivir con la vida verde. Durante un tiempo, el árbol resistió: una señora mayor le echaba agua al pasar, un niño le hablaba en secreto, y un perro callejero dormía bajo su sombra incipiente. Pero un día dejó de llover, y después de varias semanas sin agua, el árbol se rindió. Murió erguido, sin hacer ruido, mientras la ciudad seguía su rutina sin mirar hacia arriba.
Así empieza la historia de los árboles en Oaxaca de Juárez, una ciudad que alguna vez fue un jardín y que hoy se debate entre la nostalgia de sus sombras y el cemento que avanza sin tregua. El arbolado urbano, ese ejército silencioso que combate el calor, la contaminación y la prisa, languidece año con año bajo el sol de estiaje. No mueren todos de golpe, no arden como los bosques que lloran al norte del país, sino que desaparecen en cámara lenta, uno por uno, sin que apenas nadie lo note.
En las avenidas donde antes los fresnos erguidos tejían un techo de sombra, ahora se alzan los postes de concreto y las banderas publicitarias. Los macuiles, con su flor rosa que parece flotar en abril, se asfixian al borde de glorietas donde reina el automóvil. Y en los parques, los álamos que alguna vez susurraban con el viento hoy parecen fantasmas de sí mismos, con ramas secas que crujen como advertencias no escuchadas.
El abandono no es inmediato, es paulatino. Empieza cuando la ciudad deja de mirar a sus árboles como aliados y comienza a verlos como estorbos. Un vecino los tala para que su cochera tenga más luz; un negocio los mutila para que su letrero sea visible; una autoridad los ignora porque su cuidado no genera votos. Luego viene la indiferencia, la misma que seca raíces y agrieta las copas. Y finalmente, la muerte —que no es solo biológica, sino cultural.
Porque cuidar un árbol no es solo una cuestión de agua y poda. Es un acto de ciudadanía. Es reconocer que la ciudad no es solo piedra y trazo urbano, sino también savia y respiración. Cada árbol es una estación climática personal: regula la temperatura, filtra el aire, cobija a aves, abriga al transeúnte y, en su silencio vegetal, recuerda que lo esencial no siempre hace ruido.
En medio de esta lucha verde, hay quienes se empeñan en resistir al olvido. Desde hace años, un pequeño vivero alimenta con paciencia los pulmones urbanos de la capital oaxaqueña. Ahí se cultivan especies nativas —macuiles, fresnos, guajes, huizaches— elegidas no solo por su belleza, sino por su capacidad de adaptarse a los rigores de una ciudad que no siempre ofrece lo mejor de sí: suelos compactados, aire seco, agua escasa, basura por doquier. Cada ejemplar que llega al camellón o al parque lleva consigo una promesa: la de sobrevivir.
Pero los árboles no crecen solos. Necesitan manos. Las de quien riega en las madrugadas con una cubeta modesta. Las del niño que les da nombre y les cuenta sus días. Las de quien, sin ser jardinero ni activista, entiende que sin sombra no hay ciudad habitable.
Sin embargo, la sequía no es solo meteorológica. Es emocional. La ciudadanía, ocupada en subsistir, ha dejado de ver los árboles como parte de su historia. Ya no se habla de ellos con cariño ni se escribe su memoria. Y así, cuando mueren, no hay luto. Solo un hueco en la banqueta, rápidamente llenado por más concreto.
La urgencia, entonces, no está solo en plantar más árboles, sino en cambiar la narrativa. Hay que contar otra vez la ciudad desde sus raíces. Devolverle a cada ejemplar su biografía. Hacer que un árbol sea más importante que un anuncio. Que regarlo sea más valioso que subir una foto. Que cuidarlo sea un acto de amor propio. Porque una ciudad que no abraza sus árboles se está quedando sin alma.
En Oaxaca de Juárez, la temporada de estiaje se repite con la crueldad de un reloj sin manecillas. Cada abril y mayo, la sed vegetal es palpable. Las hojas se tornan quebradizas, el tronco se agrieta, la sombra se disuelve. Y la pregunta vuelve, terca, año tras año: ¿Quién va a regar este árbol?
La respuesta no viene desde arriba. Viene del vecindario, de la calle, del caminante. De quien decide no dejar morir en silencio a su sombra más fiel. Y es ahí donde renace la idea de que no todo está perdido si todavía hay quien, al pasar junto a un árbol sediento, decide detenerse y darle agua.