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16 julio, 2025
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Actualidad

Transportadores del periodismo

En los sótanos y azoteas del periodismo mexicano, donde el humo del cigarro era código y las teclas de télex una letanía de la Guerra Fría, hubo un hombre al que pocos miraban de frente, pero todos sabían que estaba.

No firmaba columnas, no subía a la primera plana ni salía en las fotos de aniversarios del diario.

Pero sin él, ninguna noticia del mundo cruzaba las rotativas. Era el cablista. Francisco Alquisira, en el periódico.

Nadie lo decía, pero todos lo sabían. En las redacciones desde los años treinta hasta los ochenta y noventa, entre las mesas de edición, los gritos de cierre y los linotipos enfurecidos, había un eje invisible que giraba alrededor de su rincón.

Alquisira vivía, literalmente, entre mundos. A medio camino entre el cuarto oscuro de los fotógrafos, el zumbido incesante de los capturistas y el área de talleres donde el plomo ardía al ritmo de la historia, él mantenía su propio país. El reino del cable, el santuario de la señal, la trinchera de las antenas parabólicas.

Su altar era una mesa con café, galletas, colillas humedecidas en vasitos de plástico y una máquina de teletipo que escupía papel interminable como si el Apocalipsis viniera en telegramas. Cli-clac. Cli-clac. El sonido era hipnótico. Y en ese ritmo, entre los bits y los chirridos, Alquisira leía el mundo con ojos de pescador en la noche, atrapaba lo esencial, soltaba lo inútil, y devolvía al editor una joya precisa y afilada.

Fue en 1985 cuando ocurrió aquello que transformaría su leyenda en mito. El terremoto había sacudido el Distrito Federal, la Ciudad de México y las redacciones vivían en estado de guerra.

Las rotativas rugían, los reporteros descansaban en sacos de dormir sobre los archivos, y las noticias caían como cascadas de plomo fundido, cadáveres bajo los escombros, voluntarios con las manos sangrantes, la televisión en blanco y negro sin pausas publicitarias.

Y en medio de esa desolación de tinta y concreto, un joven reportero —recién salido de la escuela, con la petulancia intacta y un juego geométrico bajo el brazo— se le acercó a Alquisira.

—¿Qué es eso? —preguntó el cablista, sin dejar de mirar el papel que brotaba del teletipo.

—Un juego de geometría. Se lo traje para que mida mejor las señales satelitales —bromeó el reportero, medio en serio, medio buscando romper el hielo.

Alquisira alzó una ceja. Tomó la media luna del juego, un transportador de 180 grados, la sostuvo a contraluz como si fuese una brújula ancestral. Era verde, como una esmeralda. De esos que nunca se utilizaron en las primarias y las secundarias, pero venían en el juego geométrico. Como el compás. Luego, con su escalímetro personal —más gastado que las corbatas del jefe de redacción— dijo simplemente:

—Acompáñame a la azotea.

Subieron en silencio. El aire olía a concreto caliente y papel viejo. En la cima del edificio, una antena parabólica —como una de esas de Sky, de las primeras, artesanal y maltrecha como una nave espacial mexicana— esperaba sin decir palabra. Alquisira se puso manos a la obra.

Desmontó piezas con la serenidad de un cirujano y, como un arquitecto de señales, comenzó a orientarla. Con la media luna, midió ángulos hacia el cielo. Con el escalímetro, calculó distancias invisibles.

—¿Sabes qué estás viendo? —preguntó el reportero de pronto.

—¿Satélites?

—Morelos I y II. Por ahí pasó la transmisión de las Olimpiadas del 68. Por ahí llegaron los cables sobre Vietnam, sobre el Che, sobre el hombre en la Luna… Y hoy, por ahí pasa el fin del mundo. Gorbachov, Reagan, el temblor. Todo, en una línea de bits.

El reportero no supo qué responder. En ese instante entendió que la noticia no nacía en las calles ni en los discursos: nacía allí, en esa azotea, en la precisión casi mística de un hombre con un transportador y un oído afilado para el ruido del mundo.

Porque Alquisira no sólo orientaba antenas. Filtraba, editaba, elegía. Decidía qué sabíamos y qué no. De la sopa de cables que traían AFP, UPI, Reuter, EFE y RFI, él sacaba la esencia.

El papel brotaba en tiras interminables, las letras impresas como balas sobre una trinchera. Cada carácter era un centinela. Cada línea, un parte de guerra. Nadie leía esos cables crudos como él. Nadie los comprendía como él.

El télex era su amante celosa. Una máquina alemana de origen bélico, capaz de enviar apenas 60 caracteres por minuto, pero que lo decía todo si uno sabía escuchar.

Por eso, mientras el rollo giraba, Alquisira bajaba a la tienda de la esquina a por cigarros. Tenía tiempo. El mundo podía esperar. O eso creía él.

En la redacción, se le temía y se le respetaba. Decía poco. Escuchaba mucho. Y cuando hablaba, era para contar anécdotas imposibles. Cómo en los setenta la señal del télex se había cruzado con una transmisión del Vaticano. Cómo una vez recibió en clave la muerte de un dictador africano que nadie conocía. Cómo filtró una nota sobre un golpe de Estado que el gobierno mexicano pidió silenciar. A nadie se lo dijo. Pero todos lo supieron cuando no apareció en la edición del día siguiente.

—Nosotros hacíamos veredas de información —le decía una noche al fotógrafo, mientras compartían un cigarro en la sala de revelado—, ahora todos quieren supercarreteras. Pero la noticia no se trata de velocidad, sino de rumbo.

Cuando llegó el fax, luego las primeras computadoras, y finalmente la web, Alquisira empezó a desaparecer como desaparecen los hombres sabios, sin escándalo, sin despedida, sin homenaje. Chingue su madre el mundo. Nadie volvió a usar un escalímetro en la azotea. Nadie supo leer la dirección del cielo.

El joven reportero que lo acompañó ese día terminó siendo jefe de redacción. Y hoy, al escuchar el zumbido estéril de los servidores digitales, todavía recuerda el momento en que un hombre con un transportador apuntó a los satélites Morelos I y II como un sacerdote de otra era. El ángulo era perfecto. La señal era pura. Y el mundo entero cabía en una tira de papel que olía a electricidad y a tinta.

Porque Alquisira no fue un técnico. Fue un oráculo.

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Redacción de Misael Sánchez Reportero de Agencia Oaxaca Mx

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