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18 junio, 2025
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La tierra se mueve y nadie escucha 

Misael Sánchez

Dicen que, en una aldea enclavada entre montañas, un anciano sabio construyó su casa sobre piedra. No era la más grande, ni la más hermosa, pero sí la más firme. Cada vez que la tierra temblaba, él salía tranquilo, con su bastón en una mano y una lámpara en la otra, mientras sus vecinos, que levantaban palacios sobre arcilla, gritaban al cielo pidiendo misericordia. El sabio les ofrecía mapas, planos, palabras, pero los aldeanos preferían rezar. Cuando llegó el gran terremoto, la casa del sabio quedó en pie. El resto de la aldea fue polvo. Desde entonces, nadie volvió a preguntar cómo construir sobre piedra.

Oaxaca vibra, respira, cruje bajo los pies como si la tierra tuviera memoria y se resistiera al olvido. En esta geografía donde el subsuelo habla con frecuencia y los cerros no sólo son testigos sino cómplices de la sacudida, parecería que la cultura de la prevención debiera nacer con el primer aliento. Pero no. Aquí, donde más se tiembla, menos se planea.

Cada aniversario de un gran sismo es una misa laica, discursos, simulacros, promesas de papel, y luego… el silencio. La vida sigue su curso con esa mezcla de fatalismo y resignación que a veces se confunde con valentía. La ciudad, con sus calles retorcidas y sus casas como libros mal apilados, duerme sobre una falla sísmica y aun así se niega a leer los signos.

Los edificios públicos tienen planes. Los municipios tienen protocolos. Hay manuales, códigos de colores, zonas seguras marcadas con cinta que ya ni se ve. Pero en las casas, los hogares —esa primera trinchera donde se juega la vida— no hay planes, no hay acuerdos, no hay memoria. Sólo miedo. Y cuando la tierra ruge, lo que se desata no es la estrategia, sino el pánico.

En los barrios, lo más parecido a una política preventiva es el «¡sálvese quien pueda!» Niños que sí saben qué hacer porque en la escuela se lo enseñaron; adultos que olvidaron todo o nunca aprendieron. Padres que, en vez de guiar, contagian el terror. Porque no se trata sólo de conocer la ruta de evacuación o de cerrar la llave del gas, sino de entrenar el espíritu para no derrumbarse antes que la casa.

La tragedia del país no ha sido solo la intensidad de los sismos, sino la fragilidad de su gente frente a ellos. Y esa fragilidad no es física, es social, cultural, moral. La protección civil no se aprende el día del simulacro, ni se resuelve con un altavoz en la plaza. Se construye en la mesa del comedor, en la charla antes de dormir, en los acuerdos familiares que no necesitan del Estado para funcionar.

La ciudad moderna tiene planes de emergencia y drones de monitoreo. Pero la ciudad profunda —la que es tejida por vecinos, la que se cocina en el fogón y se sienta en la banqueta a ver pasar la vida— sigue creyendo que los temblores son castigos divinos, o simple destino. Allí donde la organización vecinal debería ser músculo y reflejo, hay parálisis y desconfianza. Como si la comunidad estuviera de más en tiempos de crisis.

Y, sin embargo, entre los escombros de la indiferencia, hay señales de otra historia posible. Los niños pequeños que obedecen sin llanto cuando suena la alarma. Los maestros que los conducen como pastores serenos. Las escuelas que se convierten en islas de orden en medio del caos. Ellos, sin saberlo, están sembrando una cultura que sus mayores aún no cultivan.

La defensa ante la tierra que se sacude no es sólo técnica, es ética. Es una forma de mirar al otro y reconocerlo como parte del mismo temblor. Es saber que, si uno cae, el resto tambalea. Que no hay refugio posible si no se construye entre todos.

La historia ya nos lo dijo, con grietas y polvo. Pero nadie quiere escuchar la tierra hasta que grita. Y para entonces, ya es tarde.

Como en la vieja fábula del sabio y su casa de piedra, Oaxaca tiene una elección que hacer, seguir rezando sobre arcilla o empezar a construir sobre conciencia. El próximo sismo no avisa. No distingue si el miedo fue por ignorancia o por omisión. Sólo llega. Y entonces —como siempre— será la preparación o el caos quien escriba el final de la historia.

 

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