Misael Sánchez
Por aquellos años en que las redes sociales eran apenas una fiebre incipiente, cuando aún olía a tinta el periódico y el noticiero de la noche era liturgia en muchos hogares, Sergio Romano ya era un viejo lobo de mar en la televisión. Un gladiador de la palabra. Calvo él, con lentes de intelectual.
Lo conocí en 1993, en Telemax Sonora. Coincidimos en la amistad de alguien de la tierra del sol, también muy valioso y que hizo vida en Oaxaca, muy cercano al poder. Exacto. Tenía ese aire de profesor severo que arrastra a los alumnos a su órbita, a golpes de lucidez y de ironía. Era culto, incisivo, con voz de trueno y maneras de inquisidor. De esos que no se casan con nadie, ni con dioses ni con demonios.
Pero hasta los sabios cometen errores. Y a veces, uno solo basta para empañar una vida entera.
En una emisión cualquiera de su “Agenda de Romano”, mientras en pantalla bailaba una maestra de primaria al ritmo del perreo, ese baile dionisíaco que en México ha escandalizado a tantos como ha liberado a otros, Romano —el impoluto, el analista, el caballero de la noticia, el espalda plateada— dejó escapar una frase: “Yo la mato”. No fue literal, por supuesto. Fue el arrebato verbal de un hombre de otra época ante una realidad que ya no entendía del todo. Otros tiempos. Otras circunstancias. No crean, así me siento a veces. Pero lo dijo. Y en tiempos de linchamientos digitales, las hogueras no dan segundas oportunidades.
La condena fue inmediata. Las redes lo trituraron como a tantos otros antes y después. Se ensañaron. El juicio fue sumario, y la sentencia: exilio mediático. Querían desterrarlo. Por suerte, en ese entonces no se hablaba de revocación de mandato. No desapareció, porque un hombre como él nunca desaparece del todo. Siguió hablando, con la dignidad de quien ha aprendido a caminar entre ruinas, como un pretoriano, aferrado a sus libros, a su historia, a su verdad.
Su “Agenda de Romano” continuó, aunque ya sin el estruendo de antaño, en espacios más modestos, con menos cámaras, pero con la misma pasión de siempre por el análisis, la historia, la política. En vez de retirarse, eligió la trinchera.
Lo recuerdo desmenuzando, como un anatomista del periodismo, las páginas de El Imparcial de Sonora, El Sol de Hermosillo, Hermosillo Flash y El Diario del Yaqui. Comparaba titulares como si fuesen piezas de ajedrez en un tablero de intereses cruzados. Denunciaba, señalaba, advertía. Veía detrás de cada nota la mano del dueño del medio, del político en campaña, del cacique en turno. Lo hacía sin temblar, con el pulso de quien sabe que la palabra también es una forma de resistencia.
Pero su verdadero amor era la historia. Ahí era imbatible. Desde la caída de Constantinopla hasta las batallas de la Revolución, narraba con una mezcla de rigor académico y ritmo de novela. Tenía ese raro don de convertir los siglos en minutos y los libros en imágenes.
Nacido en la Ciudad de México, formado en leyes e historia por la UNAM, discípulo indirecto de Gaos y Caso, Romano se exilió voluntariamente en Sonora, donde llegó a inicios de los años ochenta como una tormenta. Desde Telemax, fustigó a los poderosos sin piedad. Lo acusaron de muchas cosas: de ser orgánico, de ser incendiario, de ser incómodo. Nunca le importó.
En abril de 2016, ya con el escándalo a cuestas, ofreció una disculpa pública. No fue un acto de sumisión, sino de claridad. La tengo grabada. Me dolió. Reconoció su error, sin rodeos. “Me dejé llevar por el linchamiento”, dijo. “No tenía derecho a enjuiciarla. No me está dado, no puedo permitírmelo, y me lo permití”. Había en esas palabras una mezcla de vergüenza y de lucidez que pocos alcanzan: no excusó, no negó. Solo aceptó. Como lo haría un samurái que ha fallado, pero aún se sostiene en pie. Me quedé mudo.
Murió de Covid en 2022, a los 84 años, en Hermosillo, su segunda patria. Venció al olvido con el trabajo, como los buenos soldados vencen al miedo. Y aunque su carrera fue marcada por aquel exabrupto, quienes lo conocieron —de verdad— saben que fue mucho más que su peor momento.
Porque al final, como dijo una vez su admirado Ortega y Gasset, “yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”.
Romano no se salvó del todo. Pero dejó una trinchera encendida. Y eso, en tiempos de cobardía y de olvido, ya es bastante.