Hace algunas décadas, cuando la esperanza aún se anunciaba con la voz firme de los abuelos y tíos mayores, el viaje al norte era una promesa. “Vámonos a ganar muchos dólares”, se decía en voz alta, casi como un conjuro que permitía dejar atrás el polvo de las veredas, el maíz sin vender y la milpa reseca.
Era 1942 cuando el programa Bracero Proa abrió una ruta con nombre propio: la migración como fenómeno cultural y económico. En Oaxaca, esa decisión de partir no ha sido sólo una urgencia laboral; ha sido, desde entonces, un ritual de paso, una respuesta intergeneracional ante el abandono estructural del campo y la falta de oportunidades.
Pero los tiempos han cambiado, y las frases también. Ya nadie dice “vámonos a ganar muchos dólares” con el mismo entusiasmo. Hoy, la migración lleva un rostro distinto: el del silencio, el del cuerpo cansado, el del joven que parte con más miedo que sueños.
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En una banca del Zócalo de Oaxaca, con los tambores de una calenda resonando a lo lejos, el reportero conversó con Tomás, un joven de la Sierra Sur que regresó hace un par de meses. Lo ve pensativo, mirando sin mirar a los turistas que llenan los portales.
—No fue como me lo contaron —dice Tomás, con la voz baja—. Allá uno trabaja, sí, pero se va quedando sin alma.
Tomás vivió seis años en Fresno, California. Regresó no porque quisiera, sino porque ya no pudo más. Es la historia que se repite en cada comunidad migrante: Sola de Vega, Putla, Juxtlahuaca, San Juan Mixtepec, San Pedro Pochutla… nombres que hoy se escuchan también entre los que regresan con la tristeza marcada en los ojos.
A cada uno lo llevó una razón: el hambre, el miedo, el narco, la sequía. A todos los une una consecuencia: el desarraigo.
La migración oaxaqueña ha sido estudiada por décadas. Antropólogos y sociólogos como Michael Kearney y Jonathan Fox documentaron desde los años 80 que Oaxaca no exportaba solo brazos, sino también cultura: palabras en zapoteco, triqui o mixteco; música de banda; recetas ancestrales.
Hoy, ese mapa cultural está en disputa. La segunda generación, los hijos de los migrantes, ya no hereda la lengua ni el mole negro. En su lugar, hereda algo más silencioso: ansiedad, depresión, y una desconexión emocional con la raíz.
Durante una conferencia magistral dictada en la ciudad de Oaxaca, el doctor Sergio Aguilar Gaxiola, investigador en medicina interna de la Universidad de California y también migrante mexicano, lanzó una advertencia: “Cada año que los migrantes residen en Estados Unidos, sus defensas naturales se van disminuyendo, provocando que al año 13 estén indefensos ante los trastornos mentales”.
Treinta minutos de palabras duras y cifras aún más graves: uno de cada dos migrantes sufrirá algún trastorno mental a lo largo de su vida. Y si hablamos de los hijos nacidos allá, la segunda generación, el panorama es aún más sombrío: ellos ya no cuentan con los valores tradicionales que protegieron a sus padres. No hay rituales de contención, no hay comunidad extendida, no hay guelaguetza que alcance a curar la fractura emocional.
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En el relato íntimo de los migrantes oaxaqueños hay algo profundamente humano que la estadística no alcanza a medir. Es la culpa del que se va. La tristeza de la madre que se queda. La soledad del adolescente que no encuentra sentido ni aquí ni allá. Y también, como si fuera poco, la hostilidad del entorno.
Con la presidencia de Donald Trump, la frontera se endureció no sólo en términos físicos, sino simbólicos. Ser migrante se convirtió en una amenaza para el relato nacionalista estadounidense. Aumentaron las redadas, los discursos de odio, las separaciones familiares. Pero el mayor daño fue quizá invisible: el miedo constante, la ansiedad de salir a trabajar y no regresar.
—A veces sueño que me regreso —dice Martha, una mujer mixteca que fue cocinera en Texas durante quince años y que ahora trabaja en un puesto de memelas en la Central de Abasto—. Pero luego despierto y me acuerdo de que allá tampoco hay paz.
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¿Y qué queda en las comunidades expulsoras? Casas a medio construir, niños criados por abuelas, escuelas rurales vacías. El fenómeno migratorio ha modificado la demografía, la lengua y la estructura social de los pueblos oaxaqueños. En algunas comunidades, como San Miguel Huautla, el 60% de la población masculina entre 18 y 45 años vive fuera del país. La cultura ya no es sólo lo que se produce, sino también lo que se extraña.
Pero no todo está perdido. La misma migración que rompe también crea. En Oaxaca, cada vez más comunidades organizan festivales del migrante retornado, espacios para el reencuentro y la palabra. La cultura oaxaqueña sobrevive al desarraigo con la fuerza de sus mujeres, con las bandas de viento que regresan del norte, con los bailes que se bailan en ambas orillas.
Aguilar Gaxiola lo reconoce: los valores tradicionales aún protegen la salud mental de muchos migrantes oaxaqueños. La colectividad, el respeto a los mayores, la conexión con la tierra —aunque sea en macetas—, son escudos invisibles ante la adversidad.
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En este siglo XXI, hablar de migración ya no es hablar solo de economía. Es hablar de salud pública, de cultura fracturada, de identidad en disputa. Es también reconocer que el sueño americano tiene un precio que no siempre se mide en dólares. Es, sobre todo, escuchar el testimonio de quienes caminan entre dos mundos sin pertenecer del todo a ninguno.
“Vámonos a ganar muchos dólares”, decían antes. Hoy, quizás, bastaría con decir: vámonos a buscar algo de paz.
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Redacción de Misael Sánchez Reportero de Agencia Oaxaca Mx