En el Istmo de Tehuantepec, cuando la brisa del Pacífico mezcla su sal con el olor persistente del hidrocarburo, sobre todo en La Ventosa o San Mateo del Mar, es imposible no recordar aquella época en la que las camisolas de Pemex eran una segunda piel.
Camisolas de gabardina color caqui con el nombre bordado, que se llevaban con orgullo, temor y resignación. Camisolas que vestían no solo al trabajador, sino también al riesgo, a la corrupción y a la esperanza de un porvenir mejor.
Fue en los años ochenta cuando el reportero —entonces empleado de la planta catalítica en la refinería Antonio Dovalí Jaime de Salina Cruz— conoció a Alfredo López Ramos, líder petrolero de carácter fuerte y verbo encendido.
Alfredo no solo sabía mover masas, por algo fue presidente municipal de Salina Cruz, sino también marquetas de camarón que, una década más tarde, aún llegaban a Oaxaca como recuerdo de tiempos más sólidos y con sabor a mar.
Aquellos años eran de comilonas y festejos tras recorridos entre oficinas de constructoras y talleres, con los sindicatos como brújula de poder.
El delegado Jorge, intermediario de confianza, llegaba por encargos con empresas como FIMSA, Tribasa y otras con las que Pemex tenía tratos cerrados con discreción, pero con grandes banquetes.
Las noches se alargaban en bares polvorientos, donde las carcajadas de obreros y funcionarios se mezclaban con el ronquido de las olas. Pero tras el bullicio, el silencio. Ese silencio tenso que deja una explosión en la memoria colectiva.
Todos vivían con el Jesús en la boca.
La refinería era un monstruo vivo. Dormía con un ojo abierto, y cada flamazo, cada fuga de gas, era como un estornudo de gigante que estremecía desde las playas hasta las cumbres de San Pedro Huilotepec. Nadie se sentía seguro, y todos sabían que ahí, donde el acero se funde con la grasa, cualquier negligencia podía ser mortal.
Cuando falleció Alfredo López Ramos en febrero de 2021, víctima de COVID-19, murió también una voz que, con acento del sur y firmeza de sindicalista curtido, denunciaba los vicios que carcomían la estructura misma de Pemex.
Su liderazgo se apagó poco a poco, traiciones de por medio, lealtades a lo lejos.
En una entrevista concedida años antes, Alfredo fue claro y directo con el reportero: “Lo que tenemos en la refinería es corrupción y más corrupción. Chinto tapa a Chinto.” Denunció el “importamadrismo” institucional, el desinterés criminal de funcionarios que simulaban mantenimiento, que maquillaban reparaciones y que ponían en riesgo la vida de miles por un contrato inflado o una pieza reciclada.
Alfredo fue testigo de cuatro accidentes en una sola semana. Uno de ellos, por una lancha obsoleta —donde él mismo navegó 35 años antes— que se hundió sin razón válida más allá del abandono. Otro, por una tapa mal retirada. Otro, por una válvula ignorada. Otro, por un olvido imperdonable. Y cada uno, cubierto con una cortina de humo, literal y mediática.
La refinería, señaló López Ramos, era un cuerpo lacerado por la corrupción. Lo dijo con furia, como quien intenta despertar a los dormidos antes del incendio final.
Su denuncia no fue solo contra Pemex. Fue también contra el sindicato que debía proteger a los trabajadores y que, en cambio, exprimía sus sueldos con cajas de ahorro disfrazadas de ayuda, con préstamos que cobraban intereses más altos que los de un banco. “Hay trabajadores que sólo se quedan con 3 pesos de su salario”, denunció. Era un sistema depredador, impune, aliado del poder.
Y sin embargo, ahí seguían todos, bajo el sol ardiente del Istmo, vestidos de camisa caqui, con las botas en el lodo y la mirada en la torre de destilación. Porque el petróleo también da identidad. La industria, incluso corrompida, da sentido de pertenencia. Y porque en el fondo, cada obrero sabe que está trabajando para mover un país que lo olvida.
En la voz de Alfredo López resonaba una advertencia que hoy sigue vigente: la negligencia en Pemex puede derivar en un crimen de lesa humanidad. No lo dijo como una amenaza, sino como un clamor desesperado. Porque no se trataba solo de política ni de economía, sino de vidas humanas. De pescadores afectados por el hundimiento de la boya. De peones sin capacitación expuestos al gas. De una comunidad entera viviendo con miedo.
Hoy, cuando el reportero recuerda aquellos días, no solo piensa en la planta catalítica o la de enfriamiento, ni en el olor a azufre que impregnaba la ropa.
Recuerda a los hombres de horca y cuchillo, líderes con marquetas de camarón y discursos encendidos. Recuerda las risas entre cervezas y el silencio cuando el suelo temblaba. Recuerda, sobre todo, que la refinería sigue ahí. Que el monstruo respira.
Y que aún hay tiempo para domesticarlo.
Porque las camisolas pueden volver a tener dignidad. Porque el trabajo no debería ser sinónimo de riesgo mortal. Porque, como dijo Alfredo, la industria se defiende. Pero también debe defenderse de sí misma.
En cada chispa de soldadura hay una historia. En cada válvula, una decisión. En cada accidente, un nombre que pudo no haber muerto. Y mientras haya quien recuerde y quien escriba, la memoria seguirá ardiendo más que el combustible.
Ahora que trabajan en la reconfiguración, que no se les olvide que la refinería no solo produce gasolina, también produce destino.
El reportero también recuerda al otro líder. Algún día contará la historia completa. No al que ocupaba la tarima aquella mañana de discursos en el Istmo, sino al que hacía temblar con la pura voz en Nanchital, tierra caliente y lodosa del sur de Veracruz.
Sí. También conoció a Francisco Balderas. Le decían Chico Balderas. Un hombre más pequeño que el mito que lo acompañaba, pero con los pantalones bien puestos y la mirada de perro viejo, de esos que saben cuándo morder y cuándo ladrar.
Chico no tenía estudios, ni falta que le hacían. Nació en las tripas del complejo petroquímico, entre el humo agrio del etileno y el rumor de los caños. De joven manejó válvulas, abrió ductos, supo cortar el paso al gas con la misma precisión con la que, ya más grande, supo cerrar la boca a los disidentes del sindicato. Era el dirigente de los obreros de la Sección 11, en Veracruz y durante dos décadas fue patrón, compadre, padrino, juez y verdugo.
Cobraba diezmo de cada plaza nueva y bendecía las listas de contrataciones como un obispo de casco blanco. Lo quisieron echar varias veces, pero siempre volvía.
Sabía más secretos de Pemex que la misma empresa, y más de un directivo federal bajaba la voz cuando se hablaba de él.
Tenía camionetas blindadas, una oficina sin ventanas y, dicen, una libreta con nombres que ningún fiscal se atrevió a leer.
Un día, sin embargo, el viento cambió. Llegaron nuevos tiempos, nuevas órdenes desde arriba. Y a Chico, que nunca creyó que la historia fuera a alcanzarlo, lo sentaron en un banquillo de acusados con más expedientes que amigos. Lo exhibieron en televisión, lo dejaron sin sindicato y sin tribuna.
Pero en Nanchital, cuando llueve y el lodo se mezcla con los rumores, todavía se oye su nombre en las cantinas y en los andenes del turno nocturno, como si el viejo tigre estuviera esperando su oportunidad para volver.
Porque, como dice el viejo refrán del Golfo: cacique que se respeta, nunca muere, nomás se esconde donde el petróleo aún huele a poder.
++++
Redacción de Misael Sánchez Reportero de Agencia Oaxaca Mx