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22 octubre, 2025
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Vigilia de un oficio que ya no duerme

Cuando lo encontraron, Ezequiel Varela estaba muerto. No en una sala de hospital ni en una cama tibia. Estaba frente a su escritorio, con la lámpara encendida y el café frío. No había sangre, ni carta, ni drama. Solo el cuerpo vencido por el oficio, como si la última frase que intentó escribir se le hubiera quedado atrapada entre los dedos. Las gafas torcidas, la libreta abierta, el ventilador girando lento. Era jueves. Y olía a redacción.

La escena no sorprendió a nadie. Quienes lo conocieron sabían que Varela no podía morir de otra forma. Su vida fue una sucesión de cierres nocturnos, de titulares que no llegaron a imprenta, de notas que se escribían con urgencia y se corregían con rabia. Murió como se mueren los periodistas de antes: en silencio, sin reflectores, sin trending topic. Murió cuando la noticia del día ya había caducado. Murió de noche.

La frase no es nueva. “Los periodistas mueren de noche” se decía en las redacciones cuando el papel aún dictaba el ritmo de la verdad. La noticia que se imprimía al amanecer empezaba a envejecer al caer la tarde. La edición se cerraba en la madrugada, y con ella, la vigencia del periodista. Lo que se escribía hoy, mañana ya era historia. Y lo que no se publicaba, simplemente no existía.

En ese mundo, el periodista vivía en función del cierre. La vida personal se subordinaba al último párrafo. Las cenas se cancelaban por una declaración inesperada. Las madrugadas se pasaban entre galeras, pruebas de imprenta y llamadas urgentes. El cuerpo se acostumbraba al insomnio. La mente, al vértigo. Y el alma, al desencanto.

Varela fue uno de esos. Nunca tuvo cargo, pero todos lo respetaban. No firmaba columnas, pero sus frases circulaban como dogmas. “La objetividad no existe. Solo existe la honestidad con los datos.” “Un periodista no pregunta por permiso. Pregunta para incomodar.” “La noticia es lo que no quieren que se publique. Todo lo demás es publicidad.” No dejó herencia, pero dejó escuela.

Hoy, el periodismo ya no muere de noche. Muere cada segundo. La noticia se consume en tiempo real. Se publica sin edición. Se comparte sin contexto. Se comenta sin lectura. La vigencia ya no dura un día, dura minutos. Y el periodista, antes dueño del tiempo, ahora corre detrás de él.

Las redacciones ya no huelen a tinta ni a cigarro. Huelen a aire acondicionado y a teclado silencioso. Los cierres ya no se celebran con café, se automatizan con clics. El editor ya no grita, el sistema digital decide. Y el reportero ya no camina, se conecta. El oficio se ha vuelto sedentario. Y en esa comodidad, ha perdido parte de su esencia.

Pero hay quienes resisten. Quienes aún escriben con el cuerpo inclinado sobre la mesa. Quienes aún creen que la verdad necesita contexto, que la crónica requiere tiempo, que el periodismo no es solo información, sino forma, estilo, ética. Quienes aún entienden que la noticia no es lo que se viraliza, sino lo que se investiga.

Ezequiel Varela murió como vivió: incómodo, inédito, invicto. Su muerte no fue noticia. Pero su vida fue una lección. Porque el periodista no muere cuando deja de escribir. Muere cuando ya nadie quiere leer la verdad.

Y esa verdad, aunque se publique en digital, aunque se comparta en redes, aunque se consuma en segundos, sigue teniendo el mismo peso que tenía en papel. Porque la vigencia de una noticia no depende del formato. Depende del compromiso con los hechos.

Los periodistas ya no mueren de noche. Pero el periodismo, si no se cuida, sí.

Redacción de Misael Sánchez / Reportero de Agencia Oaxaca Mx

Fragmento de “Crónica de un periodista que no se dejó enterrar”

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