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Aquel muerto se llamaba Eusebio. Murió en 1973, en un pueblo de la Mixteca Alta, con los pulmones llenos de polvo y los pies hinchados de tanto caminar. Lo enterraron con su sombrero de palma, su machete envuelto en manta y una foto de su madre que nunca supo leer. Desde entonces, Eusebio ha vuelto cada año.
En la quinta dimensión, donde los muertos no flotan ni descansan, sino observan, Eusebio aprendió a moverse entre planos. No hay túneles ni luces blancas. Hay rutas. Algunas marcadas con flor de cempasúchil, otras con el olor de un guiso que sólo se cocina una vez al año. En esa dimensión, los muertos no hablan. Pero entienden. No caminan. Pero llegan. No envejecen. Pero recuerdan.
Cada 31 de octubre, Eusebio cruza. No por el altar que le pone su sobrina nieta en San Juan Mixtepec, sino por el perro negro que lo espera en la esquina de la casa. El mismo que lo acompañó en vida, que murió atropellado en 1981 y que desde entonces también cruza, sin altar, sin foto, sin vela. Los perros, lo sabe Eusebio, no necesitan permiso para volver. Son custodios. Son testigos. Son los únicos que reconocen a los muertos sin preguntar.
En Oaxaca, los muertos no son metáfora. Son logística. Se les espera con comida, bebida, cigarros, música y flores. Se les prepara un camino de pétalos, se les deja agua para el viaje, se les encienden velas para que no se pierdan. No es fe. Es protocolo.
Eusebio ha pasado por muchos altares. Algunos sinceros, otros de catálogo. En la ciudad, ha visto ofrendas con latas de cerveza importada, retratos impresos en plotter y pan de muerto comprado en supermercados. No juzga. Los muertos no tienen ideología. Pero prefiere los altares de tierra, los que huelen a copal y a tortilla recién hecha, los que tienen retratos en sepia y veladoras con hollín.
En la Sierra Norte, conoció a una niña que hablaba con su abuela muerta. No en sueños. En la cocina. La abuela le dictaba recetas. La niña las anotaba. La madre pensó que era juego. Hasta que la niña preparó un mole que nadie había cocinado desde 1962. Eusebio se sentó en la esquina del fogón. No dijo nada. Pero supo que la abuela estaba ahí. Los muertos no necesitan cuerpo para estar presentes. Basta con que alguien los recuerde con precisión.
En Veracruz, Eusebio vio a un gato que no era gato. Dormía sobre la tumba de un niño muerto en 1947. Nadie lo alimentaba. Nadie lo espantaba. Cada Día de Muertos, el gato desaparecía. Volvía el 3 de noviembre. Siempre al mismo sitio. Siempre con la misma mirada. Los niños del pueblo decían que era el niño reencarnado. Los adultos no decían nada. Pero evitaban pasar por ahí de noche.
En la Ciudad de México, Eusebio se coló en una ofrenda monumental. Vio turistas tomarse selfies con calaveras de unicel, vio altares patrocinados por bancos, vio catrinas de dos metros con pestañas postizas. No se molestó. Pero no se quedó. Prefirió seguir su ruta hacia Milpa Alta, donde una familia le dejó un plato de tamales de frijol y una botella de aguardiente. No era para él. Pero lo tomó. Los muertos, cuando no encuentran su altar, se alimentan de lo que encuentran.
Eusebio aprendió que en la quinta dimensión no hay cielo ni infierno. Hay memoria. Los que son recordados, cruzan. Los que no, se quedan. No en pena. En pausa. En la Huasteca, escuchó a un curandero decir que los muertos caminan entre nosotros, que se esconden en los reflejos, en los sueños, en los silencios incómodos. Que a veces se manifiestan como ráfagas de viento, como olores que no tienen origen, como animales que nos miran con demasiada atención.
En la Sierra Mazateca, una mujer le contó a su hija que su padre muerto la visitaba cada año. No en forma de espíritu. En forma de zopilote. Se posaba en el árbol frente a la casa. No graznaba. No volaba. Solo miraba. La hija no lo creía. Hasta que un año, el zopilote no llegó. Y ese año, la mujer murió.
Eusebio volverá en la víspera de este noviembre. No porque lo esperen. Sino porque puede. Porque los muertos, cuando tienen memoria, no necesitan permiso. Solo ruta. Solo un perro. Solo una vela encendida en la cocina.
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Redacción de Misael Sánchez / Reportero de Agencia Oaxaca Mx
Fragmento de “Yo, tú, él y sus cuentos”
