En los surcos resecos de la tierra oaxaqueña, donde el polvo se adhiere a los tobillos como una herida vieja, aquí en Valles Centrales, el reportero baja de la Ranger prestada con la cámara al hombro y la libreta en la mano.
No es nuevo en estas lides, pero cada visita al campo le deja en la garganta una mezcla de rabia y reverencia. Como si cada milpa reseca le recordara lo mismo, que el país que presume de tortillas, ya no tiene maíz suficiente para sostenerlas.
Lo acompañan una camarógrafa y la certeza de que esto no es un documental para sentirse bien ni un video viral. Es un testimonio. Una crónica cruda como el sol de mediodía sobre las tierras de Zimatlán, Tlacolula, El Tule, San Juan Guelavía y Santo Domingo Tomaltepec. Pueblos que aún cultivan maíz con más fe que agua.
—El maíz no es sólo comida, es origen. Es lo que somos —dice el campesino Ignacio Sánchez, apoyado en su azadón como si de un bastón se tratara. Lo mira a uno como si esperara que la ciudad comprendiera, al fin, lo que significa ver una milpa enferma por la canícula.
Oaxaca produce más de 600 mil hectáreas de maíz cada año, pero el dato apenas impresiona cuando uno se entera de que importa entre 100 mil y 150 mil toneladas porque la demanda supera las 800 mil. La autosuficiencia alimentaria es una palabra que no se siembra ni se cosecha. En Oaxaca, las cuentas no salen.
Ni el sol ni la lluvia preguntan por presupuestos, pero los productores sí. No hay subsidios suficientes, ni seguros agrícolas, ni técnicos que se metan al lodo con los campesinos. Y cuando se reportan los siniestros, como ocurrió en 14 mil hectáreas hace algunos años, las respuestas llegan tarde o simplemente no llegan.
—La mayor parte de la cosecha se la lleva el temporal. A veces no hay ni para guardar semilla —dijo Roberto, un dirigente campesino de los Valles Centrales. En sus ojos había cansancio, pero también una dignidad antigua, de las que ya no se ven en los edificios gubernamentales.
Pero no todo está perdido. Oaxaca conserva un tesoro que apenas ahora se empieza a valorar: sus maíces nativos. Son más de 30 variedades —bolita, arrocillo, negro mixteco, olotillo, cónico, conejito, chiquito…— que crecen en condiciones duras, de temporal incierto y sin fertilizantes industriales.
El investigador Flavio Aragón Cuevas, casi un monje del maíz, antes de convertirse en alto funcionario, llevaba décadas catalogando y resguardando estas semillas en el banco de germoplasma del INIFAP. Ahí, entre cajas etiquetadas y frascos sellados, guarda parte del alma agrícola de México.
—Oaxaca tiene 35 de las 59 razas de maíces nativos del país. Esa es una riqueza biocultural inigualable —explicaba al reportero con voz pausada, como si nombrara reliquias sagradas.
En los pueblos, sin embargo, estos maíces no viven en vitrinas. Se siembran con las manos, con la luna y con la esperanza.
La señora Soledad Hernández, de San Antonio de la Cal, lo sabe bien.
—El maíz bueno se nota en la tortilla. Y la gente lo nota también cuando no lo es —cuenta, mientras amasa para hacer tlayudas en un fogón de tres piedras. Relata cómo ha sido estafada comprando costales que arriba traen maíz bolita y abajo maíz comercial. En su voz hay más indignación que queja.
—La tortilla es un compromiso con el paladar, pero también con la tierra. No se puede hacer buena tortilla con maíz muerto.
Ignacio Sánchez recuerda un trato justo, casi antiguo, que aún sobrevive en algunos pueblos: sembrar “a medias”. Un cliente pone parte de los recursos, el campesino pone la tierra y el trabajo. Al final, mitad de la cosecha para cada uno.
—Así podríamos asegurar maíces criollos para los restaurantes, las fondas, las cocinas que los necesitan —dice. No lo plantea como una queja sino como una idea que urge rescatar, como se rescata una herramienta olvidada bajo el polvo.
En la lente de la cámara, las milpas de Tlacolula bailan con el viento como si resistieran el olvido. Son pequeñas, sí. De autoconsumo, sí. Pero hay algo heroico en esos tallos que no piden permiso para crecer. Algo de rebeldía genética en cada mazorca.
En la Sierra Juárez, la Cañada, la Mixteca, el Istmo, la Costa… los números varían, pero la historia se repite. En total, Oaxaca apenas alcanza unas 700 mil toneladas de maíz al año. El resto viene de fuera, de estados del norte o de países donde el maíz se cultiva en plan industrial.
Pero ese maíz no huele igual. No sabe igual. No se llama bolita ni cónico ni negro mixteco. No se cuece en nixtamal ni se convierte en tortilla de comal. Se vuelve masa en fábricas y tortilla en supermercados. Es alimento, sí, pero no identidad.
Y eso lo saben bien quienes aún conservan semillas heredadas, como si fueran medallas. Quienes siembran sin garantía de cosecha, sin seguro, sin respaldo.
—El maíz es el abuelo. El que nos alimentó cuando no había nada. No lo vamos a abandonar así nomás —dice un campesino viejo en San Jerónimo Tlacochahuaya.
De vuelta al auto, el reportero se sacude el polvo, no la tristeza. La camarógrafa revisa el material: planos de milpas, manos callosas sembrando, tortillas humeantes, voces que no mienten. En la pantalla hay más verdad que en muchos discursos.
No hay final feliz. No hay promesas nuevas. Hay, sí, un llamado. Uno que resuena en cada tlayuda, en cada tortilla que no se dobla, en cada semilla que no se rinde.
Porque el día que Oaxaca deje de sembrar su propio maíz, habrá perdido mucho más que un cultivo. Habrá perdido su raíz.
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Redacción de Misael Sánchez Reportero de Agencia Oaxaca Mx
