José Murat*
En estos tiempos de cambio vertiginoso en el mundo, en el subcontinente y en el país, tiempos de regresiones en algunos casos, es preciso tener presente, en el necesario debate de las ideas, los valores y componentes esenciales de una auténtica vida democrática, comenzando por un genuino y competitivo sistema de partidos políticos, activos que deben preservarse como patrimonio colectivo de los ciudadanos, más allá de las ideologías y los ciclos sexenales.
Lo han dejado muy claro los principales teóricos del pensamiento político moderno, como Norberto Bobbio, Maurice Duverger y Giovanni Sartori: sin partidos políticos es imposible la democracia representativa, el equilibrio de poderes, la rendición de cuentas y, sobre todo, la traslación pacífica, periódica y civilizada del poder, como correas de transmisión de la voluntad ciudadana.
Como decía específicamente el filósofo italiano de la democracia representativa Norberto Bobbio: “La legitimidad o legitimación del poder se basa en la división y separación de poderes a fin de limitar, y regular, el ejercicio de ese poder”. Y en ese sistema de pesos y contrapesos, decía, el papel de los partidos políticos es fundamental.
Recordemos que en México el prócer de la democracia, don Francisco I. Madero, fue quien, consciente de las adversidades que enfrentó desde el poder dictatorial, impulsó desde su breve y ético gobierno la regulación de los partidos políticos, en una ley electoral que por primera vez puntualizaba los requisitos para su creación y su reconocimiento legal, para contender en condiciones de equidad por la Presidencia de la República y por los escaños del Congreso. Madero tenía claro que había que institucionalizar la disputa por el poder, respetando a todas las opciones políticas, aun las no afines a él.
Hoy más que nunca sólo el diálogo, el debate, el cotejo de las ideas, la construcción de consensos y el respeto a los disensos, puede fortalecer la convivencia de una sociedad cada vez más plural y diversa, sobre todo en sociedades como la mexicana, emergida de la interacción de múltiples culturas y abierta al mundo.
Por eso es necesario cuidar el andamiaje institucional que permite la cristalización de las coincidencias y la expresión de las diferencias. A nadie conviene, a mediano plazo, la unilateralidad y la supresión, o incluso el debilitamiento, de los contrapesos. La clave está en que la voluntad ciudadana, una voluntad cada vez más crítica, exigente y demandante, siga siendo el fiel de la balanza, para gobernar y para controlar el poder, con el apoyo de los partidos, que por definición constitucional son entidades de interés público y no organismos privados.
Dinamitar el sistema de partidos sólo alimenta el riesgo de pulverizar a los referentes ideológicos, a los diques de contención del verticalismo, y eso sólo le sirve a la extrema derecha, pues debilita los mecanismos tradicionales de la conquista, el ejercicio y la contraloría del poder y, sobre todo, socava la división clásica de los poderes, el sistema de pesos y contrapesos diseñado por Montesquieu, un sistema adoptado por la mayoría de las democracias modernas.
Es preciso preservar esos equilibrios. Ahora sin datos ciertos, fidedignos, se ofende y se señala de corrupto a un adversario, en un clima de crispación y linchamiento, como ocurrió durante la revolución francesa, en la segunda mitad del siglo XVIII, donde llevaron a Danton a la guillotina por “el crimen político de la corrupción”, y con acusaciones semejantes también la revolución devoró a Marat y sacrificó a Robespierre.
El legado de valores universales de la revolución francesa, comenzando por la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente el 26 de agosto de 1789, está fuera de duda. No hay movimiento progresista en el mundo que no invoque alguna o algunas de sus múltiples conquistas y principios, en materia de libertad, igualdad, justicia y democracia, pero el costo de ese proceso emancipador, en su última etapa de polarización e intransigencia, fue enorme.
En nuestro tiempo, por momentos da la impresión de que hay todo un aparato diseñado para acabar con el sistema de partidos y el andamiaje institucional que lo sustenta, en una lógica de suma negativa, que en la teoría de juegos significa que al final de la partida todos los actores pierden.
El debate a fondo y sin concesiones es indispensable en todas las democracias representativas, y eso sólo es posible con referentes ideológicos claros. Por eso es preciso defender el patrimonio común de todos los ciudadanos: las instituciones republicanas, comenzando por el sistema de partidos políticos, un sistema que hace posible el derecho de elegir, y también el derecho de revocar el mandato conferido.
Defender el sistema de partidos es defender a la democracia representativa, los contrapesos institucionales y la contraloría del poder público.
*Presidente de la Fundación Colosio
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