Misael Sánchez
Murió Mario Vargas Llosa. Falleció este Domingo de Ramos que marca el inicio de la Semana Santa 2025. Murió el último cronista literario de la América que soñaba con la modernidad mientras se revolcaba en el polvo de aquellos lodos, aquellos barros. El escritor, el Premio Nobel, el político, el polemista feroz. Pero sobre todo —y eso es lo que hoy importa— el narrador que hizo de la ficción una forma de entender la realidad y de la realidad, una excusa para contar mejores mentiras.
Podríamos hablar de La ciudad y los perros, del escándalo militar, del lenguaje viril de cadetes y traiciones, de Conversación en La Catedral como la gran novela de la derrota peruana. Tal vez de La Fiesta del Chivo con el retorno de Urania Cabral a República Dominicana durante la dictadura de Trujillo.
Tal vez de la última página de la novela viva, en memoria de Vargas Llosa. Tal vez de las líneas de un cronista que aún cree en la tinta y el plomo.
Sin embargo, porque soy periodista y redactor, lector de noticias, también, hoy hay que hablar de La tía Julia y el escribidor.
Porque allí, en ese texto mestizo, mezcla de memorias disfrazadas y delirio radial, se encuentran los fantasmas de todos aquellos periodistas, locutores y dateros que una vez poblaron las redacciones de América Latina.
¿Quién no conoció en alguna redacción al escribidor? A ese hombre mayor, con ropa de pacas, el café frío y los dedos manchados de nicotina que creaba en la cabina de radio o en la máquina Remington un universo paralelo donde las historias tenían más verdad que los partes oficiales.
Porque eso hacían los dateros: convertían un hecho desnudo —»Mataron a un tipo en el mercado»— en un acto literario, en una fábula que olía a sangre y botana de cantina, que transcurría entre risas de putas, pasos de policías corruptos y miradas perdidas al fondo de un vaso de mezcal.
Eran los tiempos cuando se hacían bromas como que “un buen reportero no espera el boletín…. Va por él”.
La tía Julia y el escribidor no fue solo un homenaje a la juventud del autor, sino una especie de testamento anticipado para aquellos que alguna vez creyeron que la radio y el periódico eran templos de ficción disfrazada de verdad.
Hoy, esos templos están vacíos. Los periódicos cierran. Las redacciones se han vuelto salas de redacción digital donde importa más la velocidad que la precisión. La nota roja —la genuina, la que olía a alcantarilla, a calabozo y a saliva reseca— ha sido sustituida por el clickbait, para ganar likes o manitas arriba y me gusta, por la noticia exprés sin alma ni historia.
Los dateros, como los escribidores, eran híbridos: sabían tanto del crimen de barrio como del melodrama humano.
Podían cubrir una fuga de penal y convertirla, a la vuelta de unas líneas, en un relato sobre la miseria de la condición humana.
Hoy, ese tipo de narrador ha sido desterrado.
No hay lugar en las redacciones de algoritmo para quienes escriben con ritmo, con oído, con calle.
Muchos ya están muertos. Otros se están muriendo. Varios de ellos cayeron en la pandemia del coronavirus.
Y sin embargo, ahí está la novela. Ahí sigue La tía Julia y el escribidor, como un faro para quien quiera entender lo que fue el periodismo cuando aún tenía carne y hueso.
Quien haya pasado por una emisora de radio, por una redacción donde el papel de periódico llegaba húmedo, sabe que Vargas Llosa no mentía: exageraba, sí, pero para llegar a una verdad más honda.
Hoy que se cierra la última página de su vida, deberíamos releerlo no como quien revisita a un clásico intocable, sino como quien escucha a un viejo colega contar historias en una mesa de café.
Historias que ya no caben en nuestras plataformas, pero que siguen latiendo en quienes alguna vez escribimos para informar, sí, pero también —y sobre todo— para contar.
Descanse en paz el escribidor.
Que no se apague la radio.