28 noviembre, 2025
Oaxaca MX
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Los periódicos de la madrugada

 

Nadie se dio cuenta. No hubo un anuncio oficial ni una alarma en los noticieros. Los periódicos comenzaron a morir como mueren las viejas casas. Primero con una gotera, luego con un techo que se hunde y, finalmente, con el polvo que cubre lo que alguna vez fue vida. Y en medio de todo, los periodistas siguieron escribiendo, convencidos de que el mañana sería igual que ayer, de que las rotativas volverían a rugir con la misma fuerza.

La ciudad lo supo antes que ellos. Los voceadores, esos heraldos de la madrugada, empezaron a levantar menos periódicos de los montones que amanecían en la banqueta. Sus gritos se hicieron más breves, como si la voz se les secara en la garganta. En algunos barrios ya no llegaba el reparto; las esquinas que antes amanecían cubiertas de tinta fresca parecían desiertas, huérfanas de titulares que encendieran la conversación.

En las redacciones todavía se peleaba por el espacio de la primera plana. Había discusiones feroces, manotazos, apuestas por un verbo más contundente o una fotografía más descarnada. Pero esas batallas eran apenas fuegos fatuos. Mientras discutían, allá afuera el lector había comenzado a mirar su celular antes que el papel, sin pensar que ese gesto insignificante iba a cambiarlo todo.

Los reporteros no lo notaron de inmediato. Seguían recorriendo calles, preguntando en oficinas, anotando en libretas. Algunos todavía entregaban las notas a máquina, orgullosos de su terquedad. Nadie les dijo que sus historias, al pasar al mundo digital, se convertirían en piezas efímeras, condenadas a enterrarse bajo miles de enlaces, sepultadas en un mar de información que mañana ya no recordaría a nadie.

La primera vez que se encendió una computadora en la sala de redacción, muchos la miraron con la desconfianza con que se mira a un intruso. Pero pronto se acostumbraron. Era más rápido, más limpio, menos costoso. Lo que no sabían es que, con cada clic, con cada archivo guardado, iban cerrando sin querer las puertas de aquella vieja casa que olía a tinta y plomo caliente.

Nadie lo dijo en voz alta, pero poco a poco las noches de cierre se fueron apagando. Los correctores dejaron de quedarse hasta la madrugada. Los fotógrafos comenzaron a enviar sus imágenes desde cualquier esquina de la ciudad sin pasar por la oficina. Las redacciones se fueron quedando vacías, como templos abandonados donde aún resonaban las discusiones de antaño.

Un día, sin anuncio previo, alguien notó que ya no había niños comprando periódicos para hacer la tarea. Que los tenderos habían dejado de envolver tortillas en papel con titulares rezagados. Que las peluquerías ya no tenían montones de diarios viejos para entretener a los clientes. Fue entonces cuando la muerte se hizo evidente: el periódico había dejado de ser parte de la vida cotidiana.

Lo más duro fue que nadie lo mató. Se murió solo. De olvido, de indiferencia, de modernidad. Los periodistas sobrevivieron, algunos refugiados en portales improvisados, otros en oficinas de gobierno, muchos en silencio. Pero el periódico, ese objeto tangible que convertía en historia las palabras, se fue apagando como una hoguera sin leña.

Hoy quedan apenas rastros: hemerotecas polvorientas, coleccionistas que guardan ediciones amarillentas como reliquias, cronistas que se ejercitan en teclados digitales, recuerdos de titulares que alguna vez paralizaron al país. Y quedan también las preguntas que se hace cualquier reportero cuando mira hacia atrás: ¿cuándo fue exactamente que dejamos de escuchar el rugido de la rotativa?, ¿cuál fue el instante preciso en que la tinta dejó de marcar la piel de las manos?

Nadie lo sabe. Sólo quedó la certeza de que el fin no llegó con estruendo, sino con silencio. Como llegan las muertes que duelen más.

Redacción de Misael Sánchez / Reportero de Agencia Oaxaca Mx

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