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17 junio, 2025
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Lo que no escribí sobre los micelios…

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No todo se puede contar. No todo cabe en el formato del reportaje limpio, imparcial y profesional. A veces la verdad pesa demasiado para publicarse con tinta. A veces el alma, cuando la atraviesa un rayo, queda marcada con signos que ningún editor sabría colocar en columna. Esto que sigue es el fragmento que no se publicó. El pedazo que quedó guardado, donde brotan raíces invisibles entre letras, donde el reportero ya no escribe desde la razón, sino desde lo que creció dentro de él, como un micelio secreto.

Y es que los niños santos llegaron envueltos en hoja de plátano. Verdes, frescos, con el silencio aún pegado a los sombreros. Los trajeron como si fueran un tamal ceremonial, pero en lugar de masa, contenían un abismo. Eran como ofrenda vegetal de otro mundo, húmeda, primitiva, palpitante. Los habían cortado unas horas antes, cuando el sol empezaba a caer detrás del cerro, y los insectos abrían sus flautas invisibles para saludar la penumbra.

Los acepté con las manos temblorosas. No por miedo, sino por respeto. Me advirtieron que podría hablar de más. Qué absurdo. Yo siempre he hablado de más. Lo peligroso, pensaba, sería callar, o no volver a escribir. Pero eso no ocurrió. La pluma volvió, solo que cargaba otra voz.

El antídoto estaba a la mano —decían—, pero nadie sabía si realmente servía. Mi esposa me miraba como un faro, como un recordatorio de que aún existía el cuerpo. Aún. Porque lo que vino después fue un naufragio sin mar.

Al principio reí. Después lloré. Luego ambas cosas al mismo tiempo, como si una fuerza absurda —ancestral o extraterrestre— exprimiera la conciencia hasta que brotara el alma por los ojos y la risa. El cuerpo no obedecía. Las paredes se deshicieron como sal bajo la lengua, y vi cómo cada grano flotaba, giraba y se convertía en palabra. No hubo cuartos. No hubo reloj. Solo un campo abierto donde los árboles hablaban en números y los sonidos dibujaban historias en la piel.

No eran visiones. Eran certezas. Ahí estaban, riéndose. Los muertos, los dioses, los secretos. Uno me mostró cómo era el futuro. Niños con ojos de galaxia, ciudades que se hundían, cuerpos que se abrazaban en código binario, amores sin idioma, y una pregunta flotando entre todo. ¿Cuánto de nosotros ya está escrito en la tierra?

Durante doce horas, el tiempo fue otro. Era espiral, era fuego, era canción sin voz. Las piedras eran ancestros dormidos, los insectos eran bibliotecas diminutas. A cada paso interior, una historia. A cada imagen, un aprendizaje.

Una sombra bailando con una luciérnaga al borde del acantilado. El rostro de una mujer apareciendo en el vapor de un café de montaña, diciéndome que el tiempo no existe. Ojalá que llueva café, repetía. Una espora flotando en la negrura, diciendo mi nombre en un idioma que aún no he aprendido, pero que ya entiendo.

La selva mazateca se convirtió en aula invisible. Dios hablaba en una lengua hecha de viento, y los hongos eran los traductores que susurraban frases que dolían de tan verdaderas.

Sí, los comimos con quesillo. En tortilla azul, como si fueran tacos de galaxia. Caminamos puentes colgantes, o tal vez fue solo el pensamiento cruzando dimensiones. Desde un campanario blanco, las campanas sonaban como risas de niño. Sitios fantasmagóricos se abrían paso entre la neblina. Elfos con patas de cabra, abuelas con ojos de venado, animales que hablaban en mazateco y me daban consejos como si fuera un nieto perdido.

Nos dijeron que los curanderos eran acompañantes, no guías. Que el camino era de uno. No hubo chamana. No hubo cánticos pregrabados. Solo nosotros y los ecos. Porque ahora todo está institucionalizado. Hay un museo, hay tours, hay selfis junto al mural de la mujer sabia que hablaba con los hongos. Ella que nunca pidió fama, que solo fue voz de un bosque. Ella que ahora es marca turística. Pueblo Mágico, le llaman. Magia domesticada.

Al amanecer, entre las velas, me encontré acostado sobre un petate. Tierra húmeda en la espalda. Luz anaranjada deshaciendo la noche. La experiencia había terminado, pero el zumbido seguía. Durante una semana fui un hombre borroso. Un cuerpo flotando entre palabras que ya no significaban lo mismo. Cada rostro ajeno era un espejo. Cada voz humana una vibración sospechosa. Empecé a ver de verdad. No como quien mira. Como quien despierta.

No lo publiqué. Nadie quiere que un periodista hable de duendes y geometrías que sangran. Nadie quiere leer que un hongo —ese animal vegetal, ese niño viejo— me tomó de la mano y me mostró que la muerte y el lenguaje son hermanos.

Mucho se ha escrito sobre Huautla. Muy poco se ha entendido. Esto ya no es folclor ni turismo. Esto no es medicina alternativa. Esto no es una fiesta para influencers ni una moda psicodélica para cuerpos sin alma. Esto es más profundo. Más sucio. Más bello. Lo que pasa en una velada no se describe. Se sobrevive.

Y los niños santos… ellos no te curan. No te salvan. No te iluminan.

Te rompen.

Y luego, si tienes suerte, te enseñan cómo volver a pegarte con tierra, con palabras, con silencio.

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Redacción de Misael Sánchez Reportero de Agencia Oaxaca Mx

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