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En algún punto de esta era “hipermoderna”, el periodismo se extravió entre notificaciones y pantallas digitales. Nadie supo bien cuándo ocurrió. No fue una catástrofe súbita, sino una marea lenta, invisible, que se fue tragando los cimientos de las redacciones. Una noche —quizá cualquiera—, el último editor cerró su libreta, y en su lugar apareció un dashboard con gráficas de rendimiento, colores fríos, datos que parecían hablar más que las palabras.
Y, sin embargo, quedaron algunos.
Los obstinados.
Los que aún escriben con la luz encendida mientras el resto del mundo se desliza hacia el silencio digital.
No hay redacciones. Hay pantallas.
Ya no hay cafés ni humo de cigarro; hay chats, reuniones en línea, protocolos de entrega y métricas. Los viejos jefes que gritaban titulares fueron sustituidos por sistemas que deciden qué merece existir en el feed. Y, aun así, entre el ruido de los trending topics y la inmediatez que devora el pensamiento, quedan periodistas que se resisten a entregar su oficio al ritmo frenético del “publicar ya”.
Él —o ella, o cualquiera que aún cargue una grabadora vieja en el bolsillo— no trabaja para el aplauso virtual ni para la viralidad. Lo hace porque no puede evitarlo. Porque hay historias que le siguen tocando la puerta a medianoche, como fantasmas de carne y hueso.
En este nuevo escenario, el periodista se ha vuelto un náufrago: sobrevive entre las olas del ruido, del clic fácil, del titular inflado. Y cada texto que escribe es una botella lanzada al mar, con la esperanza de que alguien, en alguna orilla, la lea completa antes de que el algoritmo la entierre en el olvido.
Las redes sociales no son solo vitrinas: son campos de batalla.
La información ya no se verifica, se mide. Las notas ya no se editan, se adornan. La verdad se negocia en la superficie pulida de las pantallas.
Todo parece urgente, todo parece importante, y sin embargo, nada permanece.
El periodista moderno es un equilibrista entre dos mundos: uno que exige profundidad, otro que castiga la demora. Vive atrapado en el dilema de la atención instantánea, donde cada palabra compite con el siguiente video de quince segundos.
Pero no todo está perdido. En los márgenes de esta era veloz surgen pequeños milagros: textos escritos con la calma de un domingo, crónicas que huelen a tierra, voces que no se rinden al artificio. Son los nuevos herejes de la información: quienes prefieren perder seguidores antes que mentir.
El periodismo, entendido como búsqueda de verdad, ya no pertenece a las empresas, ni a los gobiernos, ni a los influencers. Pertenece a los obstinados. A los que aún creen que un párrafo puede cambiar algo, aunque sea a uno solo.
Ellos trabajan sin reflectores, sin “engagement”, sin salario fijo a veces, pero con un compromiso que no cabe en una métrica. Caminan las calles cuando todos opinan desde casa. Llevan en el corazón la memoria de aquellos que les enseñaron que una crónica no se escribe con likes, sino con coraje.
En los bares de madrugada o en los portales digitales donde todavía se respira tinta, esos periodistas siguen vivos.
Escriben porque no saben hacer otra cosa. Porque entienden que el silencio, en los tiempos del ruido, también es una forma de resistencia.
El futuro del periodismo no será de las máquinas ni de los algoritmos. Será de quienes sepan contar con verdad en la oscuridad.
La inteligencia artificial podrá escribir frases perfectas, pero no sabrá temblar frente a una historia. Podrá redactar discursos impecables, pero no conocerá el miedo de llegar tarde a una redacción con el corazón latiendo por una exclusiva.
El nuevo periodista —ese que se perfila entre las sombras— deberá reconciliar la tecnología con la ética, el clic con la conciencia, la inmediatez con la profundidad. No se trata de elegir entre lo viejo y lo nuevo, sino de construir un puente.
Un puente entre la palabra que busca sentido y la imagen que lo devora.
Dicen que el periodismo agoniza. No es cierto. Solo está mudando de piel.
Como las serpientes viejas, se desprende de lo que ya no le sirve: la soberbia, el ego, el aplauso. Lo que queda es puro nervio, pura necesidad de contar.
En cada país, en cada barrio, en cada portal casi abandonado, hay alguien escribiendo con el corazón al borde del cansancio, sabiendo que su texto no será viral, pero que tiene que existir.
Y en eso, en esa obstinación por narrar el mundo aunque nadie escuche, está la salvación del oficio.
Porque mientras alguien, en cualquier rincón del planeta, siga encendiendo la luz a medianoche para escribir la verdad, el periodismo —ese viejo soldado herido— seguirá respirando.
Y cuando el ruido se apague, cuando las pantallas callen, serán ellos, los que aún escriben con la luz encendida, los que volverán a contarnos cómo sobrevivimos al silencio.
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Redacción de Misael Sánchez / Reportero de Agencia Oaxaca Mx