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15 noviembre, 2025
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La batalla genética por el alma de Oaxaca

 

El maíz no es un cultivo en Oaxaca. Es una identidad. Una forma de estar en el mundo. En la Sierra Norte, en los Valles Centrales, en la Mixteca y el Istmo, el maíz se hereda. Se cuida. Se celebra. Se come con respeto. Y se defiende con rabia.

Pero desde hace más de dos décadas, algo se infiltró en esa relación milenaria. Un código extraño. Un ADN ajeno. Un grano que no germina por sí solo. Que no se adapta, no conversa con la tierra, no respeta los ciclos. Un maíz transgénico. Un intruso.

Año 2000. Ignacio Chapela, investigador de la Universidad de California en Berkeley, llega a Oaxaca con una pregunta sencilla: ¿el maíz nativo está limpio? La respuesta fue un escándalo. En colaboración con la Unión de Comunidades Zapotecas y Chinantecas (UZACHI), Chapela detectó secuencias transgénicas en cultivos criollos de la Sierra Norte. El maíz industrial, probablemente importado desde Estados Unidos, había contaminado el genoma de las variedades locales.

No era solo una cuestión técnica. Era una violación genética. Un asalto silencioso a la soberanía biológica de México.

Chapela lo dijo sin rodeos: “La transgenia generará una nueva ola de colonización, una nueva encomienda, nuevos hacendados y expropiación de los recursos”. Y no exageraba. Porque el maíz transgénico no solo se reproduce. Se patenta. Se vende. Se controla.

Desde entonces, el mapa físico de Oaxaca empezó a superponerse con otro: el mapa biológico. Uno que no se ve en los catastros ni en los censos, pero que define la salud de los ecosistemas, la calidad de los alimentos y la autonomía de los pueblos.

El Instituto Nacional de Ecología (INE) recomendó en 2020 a los municipios de la Sierra Juárez abstenerse de sembrar maíces importados de Estados Unidos, Argentina y Uruguay. La advertencia no fue menor: esos granos, distribuidos por Diconsa y empresas privadas, estaban contaminando los cultivos nativos.

Semarnat confirmó que en 17 comunidades de la Sierra Norte se detectaron transgenes. El Centro de Investigaciones y Estudios Avanzados del IPN (Cinvestav) lo corroboró. La contaminación era real. Y progresiva.

Un estudio del Instituto Nacional de Ecología y Cambio Climático (INECC) publicado en 2024 reveló que, de 5,304 muestras de maíz nativo recolectadas entre 2000 y 2023, el 12% contenía secuencias genéticamente modificadas. En Puebla y Ciudad de México, la presencia alcanzó el 27% y 35% respectivamente. En Oaxaca, el porcentaje creció tras la liberación de OGM entre 2005 y 2012.

La tendencia es preocupante. El porcentaje nacional pasó de 1% en 2009 a 33% en 2023. Aunque el dato puede estar sobreestimado por la reducción en el esfuerzo de colecta, el mensaje es claro: el transgénico avanza.

Y no lo hace solo. Lo acompaña el glifosato, los monocultivos, la pérdida de biodiversidad, la dependencia tecnológica.

Clemente Cruz, director de Multi-Bio-Cultural Orgánica, lo resumió con crudeza: “El problema de los productos transgénicos en Oaxaca es grave. Pero también ha provocado que muchos pequeños productores revaloricen sus cultivos”.

En los mercados del centro histórico, la venta de café, miel, chile, jabones, galletas y herbolaria orgánica ha crecido. No por moda. Por necesidad. Por resistencia.

Cruz insiste: “La gente está volviendo a la alimentación natural. A la convivencia pacífica con la biodiversidad. Porque el consumo de alimentos genéticamente modificados podría provocar enfermedades graves que aún no han sido identificadas”.

Y no es el único que lo dice. José Luis Bustamante del Valle, ex director del Instituto Estatal de Ecología, advirtió que el maíz transgénico pone en riesgo la seguridad nacional. “Oaxaca alberga la mayor diversidad biológica y cultural del país. No podemos permitir que se pierda”.

El debate no es solo político. Es científico. Es técnico. Es biotecnológico. Pero también es simbólico. Porque el maíz no es solo un grano. Es un marcador genético. Un archivo cultural. Un sistema de conocimiento.

Investigadores como Kato-Yamakake han demostrado que la inserción de transgenes puede generar mutaciones somaclonales, silenciamiento genético y pérdida de viabilidad en las variedades nativas. Cada generación de cultivo transgénico suma mutantes al genoma criollo. Provoca un “caos genético”.

Greenpeace lo explica en términos más accesibles: los transgénicos amenazan la biodiversidad, la salud y la soberanía alimentaria. Y lo hacen con el respaldo de transnacionales como Monsanto, que presionan para abrir el mercado mexicano.

En 2023, México emitió decretos para restringir el uso de glifosato y maíz transgénico. Estados Unidos impugnó las medidas bajo el T-MEC. En diciembre de 2024, un panel trilateral resolvió que México no presentó evidencia científica suficiente y recomendó ajustar sus políticas.

La respuesta fue legislativa. En 2025 se reformaron los artículos 4º y 27 constitucionales para proteger el maíz nativo como patrimonio biocultural. Pero la batalla sigue abierta.

México importa 22.7 millones de toneladas de maíz amarillo al año. Mayormente transgénico. Y aunque es autosuficiente en maíz blanco, la presión comercial es constante.

Chapela lo dijo con claridad: “En México y Oaxaca, la gente se considera maíz, y el maíz se considera gente. No hay diferencia”.

Esa frase resume el conflicto. Porque la transgenia no solo modifica el grano. Modifica la relación entre el ser humano y la tierra. Entre el alimento y la cultura. Entre la genética y la soberanía.

La transgenia, junto con el sistema de patentes, permite el control sobre la vida. Usurpa el libre albedrío genético. Y eso, en Oaxaca, es una afrenta.

La producción orgánica crece. Los mercados alternativos se multiplican. Las macetas urbanas se llenan de hortalizas. Pero el riesgo persiste. Porque el transgénico no se ve. No se huele. No se toca. Pero se reproduce.

Las nuevas generaciones de oaxaqueños tienen frente a sí una decisión: seguir comiendo lo que les imponen o recuperar lo que les pertenece. No solo para evitar enfermedades. También para mantener el perfil genético. Para proteger el futuro.

Porque en Oaxaca, el maíz no es solo alimento, también es vida.

Redacción de Misael Sánchez / Reportero de Agencia Oaxaca Mx

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