En Oaxaca, cuando octubre se desangra en luz dorada, sé que ha llegado la temporada de muertos. No por superstición ni por calendario, sino por el olor. El cempasúchil empieza a brotar en los huertos, en las milpas, en los solares, en los bordes de los caminos. Es un olor seco, cítrico, terroso. No es perfume. Es señal.
Lo he visto florecer en los Valles Centrales, en Zaachila, en Mitla, en Huixtepec. Lo he olido en la Mixteca Alta, en Huajuapan, en Cuautepec. Lo he tocado en la Sierra Norte, en Ixtlán, en Yacochi. Lo he fotografiado en la Sierra Sur, en Tepuxtepec. Lo he comprado en la Cuenca del Papaloapan, en Rancho Alegre, en Jacatepec. Lo he sembrado en la Costa, en Chiltepec. Y lo he visto morir en el Istmo, cuando el granizo cae sin aviso y arrasa los campos.
La flor de muerto no es una sola. Hay hembra y macho. Hay flor doble y flor sencilla. Hay Tagetes erecta, lunulata, patula, lucida. Hay flor silvestre y flor cultivada. Hay flor que se siembra en almácigo y se trasplanta, y hay flor que se lanza al voleo en la tierra húmeda. Hay quien la siembra en surco, con azadón, y quien la deja crecer entre el maíz, como compañera de cosecha.
Además del cempasúchil, en los altares de Día de Muertos en Oaxaca se entrelazan otras flores que también tienen voz en el ritual. La flor de terciopelo, conocida como cresta de gallo, aporta su textura rugosa y su rojo profundo como símbolo de sangre y vida. La nube, con sus diminutos racimos blancos, representa la pureza de los niños difuntos, los angelitos. La flor de mano de león, de pétalos anchos y color encendido, se coloca en los extremos del arco para resaltar la ofrenda. También se usan gladiolas, lirios, alhelíes y crisantemos, cada uno con su carga simbólica, su aroma y su color. En algunas regiones, como la Sierra Mazateca, se recolectan flores silvestres como la cimpitela, que crecen entre las milpas y se integran al altar como si fueran parte del monte que los muertos cruzan para regresar. Estas flores no son decoración: son lenguaje, son mapa, son memoria. Y cada una, en su forma y color, ayuda a construir el camino que las ánimas recorren para volver a casa.
En mi casa, el altar empieza a levantarse el 30 de octubre. Primero colocamos los carrizos, formando un arco. Luego amarramos los tallos de cempasúchil, frescos, recién cortados. Después vienen las frutas: naranjas, mandarinas, tejocotes. Luego el pan de muerto, con figuras de animales, de niños, de calaveras. Después los tamales, el mole, los frijoles, el atole, la calabaza en dulce, el chayote hervido, la miel de abeja. Luego las veladoras, el copal, las fotografías, los juguetes, los cigarros, las botellas de mezcal. Y al final, los pétalos. Deshojamos las flores y formamos un camino desde la puerta hasta el altar. Un camino naranja que guía a las ánimas.
En Mitla, escuché que las tumbas se orientan según la edad del muerto. Los niños, al Este, por donde nace el sol. Los adultos, al Oeste, por donde muere. En las casas, las camas se colocan con la cabecera al Este. Si se pone al Oeste, dicen que el muerto se te carga. En el panteón, los altares se adornan con flores, veladoras y agua bendita. Se reza. Se canta. Se come. Se recuerda.
En Changata, Guerrero, presencié el cultivo de la flor. El fiscal del pueblo pide tierras, prepara el almácigo. Cuando llueve, invita a los vecinos con música. Se trasplanta la flor. Se hace fiesta. Se cortan las flores. Se llevan al templo. Se adornan los altares. Se reparten chiquihuites llenos de fruta, pan, muñecos. Se baila. Se ríe. Se recuerda.
En Hueytamalco, Puebla, vi cómo se sembraba sin surco, al voleo, en parcelas pequeñas. Se cubría con ramas para protegerla. Se regaba con botes perforados. Se cuidaba como se cuida a un hijo. Se cortaba el 31 de octubre. Se colocaba en racimos. Se hacía cruz con los pétalos. Se guiaba a los muertos.
En Huajuapan, escuché que las mujeres se soltaban el pelo para sembrar. Decían que así salían flores dobles. Colgaban trapos rojos para evitar el mal de ojo. Guardaban las semillas en la cocina, en bolsas de plástico, en la troje. Esperaban la luna llena para sembrar. La luna nueva para trasplantar. Decían que, si el hombre sembraba solo, salían flores macho. Si sembraba con la mujer, salían flores hembra. Y si salían muchas, era señal de que eran compatibles. Que podían casarse.
En la Sierra Mazateca, vi cómo el cempasúchil se mezclaba con otras flores: mano de león, cimpitela, flor de muerto silvestre. Se hacían arreglos en forma de arco, de cuadrado, de cruz. Se colocaban en la casa, en la iglesia, en el panteón. Se hacían caminos de pétalos. Se encendían veladoras. Se quemaba copal. Se rezaba. Se esperaba.
En la Costa, probé tamales de flor de muerto. En la Cuenca, bebí infusión de pétalos. En los Valles Centrales, vi cómo se usaba como colorante, como repelente, como abono. En la Sierra Norte, escuché que el aroma era alimento para los muertos. Que el color era guía. Que la forma era símbolo. Que la flor era mensaje.
La flor de cempasúchil no es adorno. Es código. Es lenguaje. Es historia. Es ciencia. Es ritual. Es política. Es resistencia. Es memoria. Es cuerpo. Es territorio. Es calendario. Es medicina. Es alimento. Es perfume. Es frontera. Es puente.
Lo sé. Lo he vivido. Lo he sembrado. Lo he cortado. Lo he deshojado. Lo he ofrecido. Lo he llorado. Lo he contado.
Y cada año, cuando octubre se desangra en luz dorada, vuelvo a hacerlo.
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Redacción de Misael Sánchez / Reportero de Agencia Oaxaca Mx
