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25 octubre, 2025
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Entre la noticia y la palabra

 

A veces parece que todo está dicho. Las redacciones arden en la urgencia, los titulares se fabrican como balas de nota roja y la verdad se confunde con la velocidad. En medio de ese ruido, aún hay quien cree que el periodismo no es solo contar lo que pasa, sino comprender por qué pasa. Y hacerlo con palabras que valgan la pena.

Durante décadas, el oficio fue un asunto serio: informar, contrastar, verificar. Sin adornos, sin emociones, sin dudas. El periodista clásico era un escriba del presente, alguien que trabajaba con los dedos manchados de tinta y la cabeza llena de plazos. Hasta que un día aparecieron los que se cansaron del corsé de las normas y decidieron escribir con el pulso de los novelistas. No inventaron nada: solo devolvieron humanidad a las noticias.

Hubo un tiempo en que la verdad se escribía con letras sobrias. Se aprendía a base de horas, de calle, de fuentes que no contestaban el teléfono. Luego llegó una generación que entendió que el rigor no estaba reñido con el estilo. Que una crónica podía ser tan precisa como un parte de guerra y tan intensa como un relato de aventuras. Así nació el “nuevo periodismo”, esa herejía que mezcló las reglas del oficio con los recursos de la literatura.

El periodista dejó de ser testigo para convertirse en narrador. Se metió en los hechos, respiró el polvo de las calles, olió la sangre seca en los pasillos de los hospitales y escribió desde dentro. Ya no bastaba con decir qué había pasado; había que hacerlo sentir.

El periodismo clásico, disciplinado y honesto, enseñó a respetar los hechos. Pero los hechos, por sí solos, no bastan. No explican el miedo, ni la alegría, ni la duda. Por eso la crónica moderna se convirtió en un puente: combina precisión y emoción, verdad y mirada. Narra la realidad con los recursos de quien también ha leído novelas, porque sabe que la realidad, sin lenguaje, se desvanece.

En los buenos tiempos de la prensa, las crónicas eran piezas de artesanía. Hoy, entre notificaciones y pantallas, la prisa devora la profundidad. Se confunde inmediatez con importancia, clic con credibilidad. Pero aún quedan reporteros que se toman el tiempo de mirar, de escuchar, de escribir con frases que pesan. Ellos son los últimos románticos de un oficio que se resiste a morir.

El mundo digital ha cambiado el periodismo hasta hacerlo casi irreconocible. Los lectores no leen: escanean. Los sistemas de las computadoras, las aplicaciones, deciden qué vale la pena y qué no. Y, sin embargo, en medio del caos, la crónica sobrevive. Lo hace porque sigue siendo necesaria. Porque detrás de cada suceso hay una historia que no cabe en un titular.

La crónica, como el buen vino o las guerras largas, necesita tiempo. Exige reporteros que no teman mancharse los zapatos, que entiendan que las palabras pueden ser armas. Que sepan que la noticia más pequeña —una esquina, una conversación, un silencio— puede revelar la esencia de una época.

Desde siempre, el periodismo y la literatura se miran de reojo, como viejos amantes que se reprochan y se buscan. Uno presume de rigor, la otra de belleza. Pero cuando se encuentran, el resultado es poderoso. El periodismo literario no traiciona los hechos; los ilumina. No miente: interpreta. Y en esa mezcla peligrosa de verdad y estilo, el lector encuentra algo que no le da ningún boletín oficial: humanidad.

El buen periodista sabe que no basta con informar. Hay que contar. Hay que escribir como quien deja testimonio de su tiempo, con la certeza de que cada línea puede ser la última.

En tiempos de saturación, la credibilidad es oro. Los lectores no necesitan más ruido; necesitan voces. Voces que expliquen, que acompañen, que respiren. El futuro del periodismo está en los cronistas que sepan escribir con la precisión de un soldado y la sensibilidad de un poeta sin metáforas.

El periodismo narrativo no es nostalgia, es supervivencia. Es el último refugio de la palabra cuando todo lo demás se ha convertido en ruido. Porque mientras haya alguien dispuesto a mirar el mundo y contarlo con decencia, este oficio seguirá vivo.

El resto —la prisa, el clic, la mentira rentable— pasará. Pero la crónica quedará, como quedan los viejos marineros después del naufragio: cansados, heridos, pero orgullosos de haber estado allí.

Redacción de Misael Sánchez / Reportero de Agencia Oaxaca Mx

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