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En el mundo del periodismo contemporáneo, el ruido digital ha ocupado el espacio donde antes reinaba el murmullo de las redacciones. Lo que durante décadas fue un oficio de voces bajas, conversaciones en pasillos, confidencias en cafeterías de madrugada y paquetes de documentos entregados en sobres manila, hoy parece reducirse a la inmediatez de mensajes encriptados, cadenas de WhatsApp y comunicados institucionales. La transición ha sido rápida, casi despiadada, y ha dejado un vacío: el del contacto humano que sustentaba la verdad noticiosa en el viejo periodismo.
La hipótesis se sostiene sobre un hecho evidente: la pérdida de la relación directa entre la fuente y el reportero ha erosionado la profundidad del oficio. Ya no se construye confianza en un largo café ni se contrastan testimonios en un bar de barrio. En su lugar, prevalecen las declaraciones en redes sociales, los documentos escaneados y las declaraciones que viajan prefabricadas desde oficinas de prensa. El periodista, antes espía involuntario y confesor de pasiones ajenas, se enfrenta ahora a un flujo de información controlada, tan abundante como superficial.
Los escenarios posibles se bifurcan. De un lado, el periodismo domesticado, sometido a la rapidez, a la inercia de los titulares que desaparecen en cuestión de minutos, esclavo de métricas que poco tienen que ver con la verdad. Un periodismo que sobrevive, pero no incomoda, que informa, pero no profundiza, que sustituye la investigación por el boletín y la denuncia por la cifra fría. Del otro, la posibilidad de un regreso, tal vez no romántico, pero sí necesario, al encuentro directo, al archivo físico, a la verificación en terreno, a la incomodidad de escuchar a la fuente que no cabe en un tuit.
El peligro no radica solo en la banalización del oficio, sino en la construcción de sociedades desinformadas, donde lo urgente anula lo importante. Cuando se pierde el contacto entre periodista y fuente, también se diluye la memoria de lo colectivo. La historia de una ciudad, de un pueblo, de un país, ya no se escribe con la misma precisión cuando la fuente es reducida a un correo sin rostro. En ese tránsito, las injusticias encuentran espacio para perpetuarse: nadie escarba, nadie incomoda, nadie hila la línea que conecta la anécdota con la estructura de poder.
De ahí surge una recomendación que no es técnica ni académica, sino vital. El periodismo debe recuperar el pulso de la tinta, aunque se publique en plataformas digitales. Se trata de volver a la entrevista en carne viva, al testimonio que obliga a mirar a los ojos, a la investigación que incomoda y resiste. No es cuestión de nostalgia, sino de supervivencia del oficio y, con él, de la sociedad que depende de la verdad para no extraviarse.
Quizás el periodismo del futuro no pueda prescindir de algoritmos ni de pantallas, pero puede, y debe, mantener el espíritu del oficio: la sospecha como brújula, la persistencia como método, la memoria como archivo, la fuente como ser humano. Mientras haya alguien que guarde recortes, que camine kilómetros para entregar un testimonio, que golpee la puerta de una redacción en busca de justicia, el periodismo seguirá teniendo sentido.
El reto consiste en no olvidar que la verdad rara vez se entrega envuelta en boletines ni adornada de cifras. La verdad se esconde en los márgenes, llega con barro en los zapatos y se escribe con la respiración entrecortada de quien suplica ser escuchado. Allí, en ese lugar incómodo, sigue latiendo el viejo corazón de la prensa.
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Redacción de Misael Sánchez / Reportero de Agencia Oaxaca Mx