No fue una imprenta, ni un redactor estrella, ni siquiera una primicia lo que sostuvo al periodismo durante décadas.
Fue un engranaje callado, oxidado y sin firma. Un fantasma de overol azul, con tabaco en la camisa y números en la cabeza.
Se le llamaba jefe de Producción, y nunca salía en las fotos.
Porque un diario, como un buque mercante o un navío de guerra, necesita de alguien que no tema mancharse las manos de tinta y grasa para que las noticias lleguen a puerto.
Alguien debe hacer el trabajo sucio.
Muchos creen que los periódicos se escriben o se escribían. Se equivocan. Los periódicos se fabrican. Sí.
Antes del Wi-Fi y de las computadoras que corrigen automáticamente hasta los sueños, hubo un tiempo de teclas que se atascaban, de papeles que volaban como palomas insumisas por la redacción. Las ideas nacían ruidosas, con el clic metálico de las Olivetti, entre gritos, cafés tibios y el hedor ancestral del cigarro que flotaba en el aire como un dios menor de las letras. No era romántico. Era sucio, era duro, era real. Como un tango en un callejón con goteras.
En ese mundo, el corazón del periódico no estaba en la portada. Estaba en la producción. Porque una nota puede ser buena, pero si no se entrega a tiempo, es papel mojado. Y en esa fragilidad radica la gloria y la tragedia de los diarios.
Los grandes, con diez capturistas alineados como soldados o soldaderas, creían que la guerra se ganaba con tecnología.
Los pequeños, con una sola secretaria que también hacía el café, sabían que el truco era otro, resistir. Y saber dónde colocar la trampa.
Los diarios chicos no sobrevivían por milagro. Lo hacían por calle. Por astucia. Por mañas de vieja escuela que no salen en los manuales de periodismo de la universidad. Lo hacían porque en el fondo sabían que el periodismo no es una industria, es un juego de espejos y códigos compartidos. Por eso nadie preguntaba demasiado. Por eso los sobres se entregaban en los parques, como si dentro llevaran secretos de Estado o coordenadas de una revolución silenciosa.
El disquete de 3.5 pulgadas era el talismán. Antes, cuentan los más viejos, era uno de ocho. Una reliquia que parecía de ciencia ficción. Se deslizaba como un arma discreta de espionaje entre manos sudadas, de madrugada, cuando el mundo dormía y sólo los gatos y los reporteros merodeaban las calles.
El contenido, notas ya capturadas. Listas para ser usadas por otro periódico. Por otro dueño. Por otro lector que jamás sospecharía que el texto que leía, con sus dos errores calculados, había sido parido por las teclas de otra redacción.
Se le llama sistema. Y no hay sistema sin complicidad.
El joven reportero lo sospechó, preguntó por acá y por allá y no lo entendió tarde, lo entendió bien.
La noticia es mercancía. El periódico es una fachada. Y la verdad, esa tan jodidamente anhelada, es apenas un intermediario entre lo que se escribe y lo que se vende.
Se lo confirmó el productor una madrugada, mientras le daba un sobre doblado en cuatro, como un billete sucio: “Aquí está la noticia de mañana. No la mires. Sólo entrégala.”
Y él lo hizo. Muchas veces. Como quien entrega un anillo robado, o una carta de amor que no le pertenece. Porque en el fondo, como todos los que alguna vez escribieron con urgencia, sabía que el periodismo real no está en las palabras, sino en las manos que las esconden.
Ahora, en esta era de nubes digitales y memes con faltas de ortografía, ya no hay sobres ni disquetes. Ni jefes de producción con dientes de oro. Todo flota. Todo parece etéreo. Pero sigue igual.
Las redacciones se alimentan unas a otras en la sombra. Los errores siguen siendo estrategia.
Y el reportero, ese mismo que hace años repartía disquetes como si fueran balas, escribe estas líneas mientras recuerda que aquel parque, donde alguna vez entregó su primer encargo clandestino, ahora es un Starbucks.
Dicen que el jefe de Producción se jubiló. Que se fue a vivir a una casa en la costa, con cafetal, grandota, donde sólo se imprimen recuerdos. Pero otros aseguran que aún se le ve, de noche, entrando a cibercafés de barrio, con una USB oxidada en el bolsillo, sonriendo con esa complicidad que sólo conocen los que alguna vez entendieron el verdadero negocio de la palabra escrita.
Quizá, incluso ahora, mientras usted lee este texto, en algún rincón del país, alguien lo está capturando de nuevo, con un error sutil en el segundo párrafo. Por si acaso.
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Redacción de Misael Sánchez Reportero de Agencia Oaxaca Mx