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7 octubre, 2025
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El ruido del teclado…

 

Hay silencios que dicen más que los editoriales. En las redacciones modernas, donde las pantallas brillan con un azul cansado y las palabras se evaporan antes de encontrar destino, ya no se escucha el rumor de las teclas ni el grito seco del cierre. Lo que antes fue un ritual de humo, prisa y papel, hoy es un sistema automático que corrige, archiva, guarda, y también olvida. El periodismo, esa vieja maquinaria de precisión humana, se ha convertido en un sistema digital sin alma. Y en ese tránsito, quizá sin darnos cuenta, el oficio perdió algo que no se recupera con tecnología: su pulso.

La hipótesis no es nueva, pero sigue vigente como una herida mal cerrada. No es que el periodismo haya muerto, sino que cambió de piel sin preguntarse qué dejaba atrás. Cada avance —del disquete a la nube, de la rotativa a la pantalla táctil— borró una capa de humanidad, y con ella, el instinto que hacía del periodista no un empleado, sino un testigo. La prisa digital sustituyó al cierre artesanal, y el resultado es un oficio más veloz, sí, pero también más hueco.

Antes, los periódicos eran máquinas vivas. Respiraban. Tenían horarios, ruidos, turnos, complicidades. Había una coreografía invisible que unía al reportero con el editor, al capturista con el jefe de producción, al linotipista con el que repartía los ejemplares al amanecer. Todo dependía de todos. Bastaba que uno se retrasara para que el diario se tambaleara como una torre mal construida. Esa interdependencia era, en el fondo, una forma de amor: el respeto por el oficio como organismo colectivo.

Hoy, en cambio, la soledad es el nuevo método de trabajo. Las redacciones están llenas de pantallas encendidas, pero vacías de conversación. Los periodistas editan en silencio, envían notas por correo, corrigen con inteligencia artificial, publican sin haber mirado nunca a los ojos del lector. El proceso se ha despersonalizado al punto de que la noticia parece escribirse sola. Y ese espejismo de eficiencia es el que está vaciando de sentido el periodismo.

En ese contexto, los errores —aquellos que antes delataban la mano humana— se han vuelto una forma de nostalgia. En tiempos de inteligencia artificial, una coma fuera de lugar es casi un acto de resistencia. Un recordatorio de que aún hay alguien detrás de la máquina. Porque la perfección automática no informa: anestesia. Lo que verdaderamente informaba era la imperfección humana, la urgencia, el pulso tembloroso del cierre.

La industria se sostiene todavía en la ilusión de la inmediatez. Publicar primero, corregir después, y en el fondo, no asumir nunca la responsabilidad de lo que se dice. Las redacciones digitales viven en estado de vértigo, donde cada nota se evapora en segundos y cada noticia muere antes de llegar al segundo párrafo. Pero debajo de esa superficie frenética, algo más profundo se está gestando: la desconexión entre el periodista y su propósito.

Un diario no era sólo un producto informativo. Era una memoria colectiva, un registro de lo que una comunidad decidía recordar. Los periódicos pequeños lo sabían bien: sobrevivían no porque tuvieran tecnología, sino porque entendían que cada página impresa era una apuesta contra el olvido. Ahora, cuando todo queda almacenado en la nube, el olvido es más fácil. Se borra sin ruido, sin papel, sin ceniza.

Quizá por eso es necesario replantear el sentido del oficio. No se trata de regresar al pasado, sino de rescatar lo que en él había de esencial: la conciencia del proceso. El periodismo necesita volver a sentirse manufactura, no solo contenido. No hay inteligencia artificial capaz de sustituir la mirada que detecta lo humano detrás del dato, ni algoritmo que comprenda la diferencia entre un texto bien hecho y una noticia vacía.

El periodismo, como las viejas rotativas, necesita mantenimiento. No de aceite ni de tinta, sino de ética, de rigor, de conversación. El periodista no puede ser un operador del sistema. Debe seguir siendo un traductor de realidades, un intérprete de los silencios que los datos no alcanzan a explicar.

Si el futuro del oficio quiere tener sentido, deberá reconciliarse con su origen artesanal. Volver a escuchar el ruido de las teclas que ya no suenan. Entender que una nota no vale por su velocidad, sino por su capacidad de permanecer. Y aceptar, con humildad y memoria, que la noticia no es un archivo, sino un acto humano.

Quizá, algún día, alguien reabra un viejo periódico, toque la huella dactilar de una mancha de tinta en el margen y comprenda que eso, y no el clic, era la prueba más pura de que una vez hubo vida detrás de las palabras.

Redacción de Misael Sánchez / Reportero de Agencia Oaxaca Mx

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