Misael Sánchez
Aquella mañana, al detenerme en una calle del corazón citadino de Oaxaca, un susurro llegó hasta mi ventana.
No obstante, mi respuesta rápida fue un simple «no».
Más tarde, a cierta distancia, divisé a la persona que se había acercado, rodeado de otros transeúntes.
Fue entonces cuando la comprensión tardía golpeó mi conciencia.
Me dirigí a la persona, inquiriendo sobre sus palabras pasadas desapercibidas.
Lo que reveló cambió mi percepción del entorno.
Aquel espacio en el que me había estacionado, según sus palabras, pertenecía a un ambulante.
Y con una mezcla de advertencia y desafío, señaló que dejar el vehículo allí acarrearía consecuencias: un posible vandalismo de parte de aquellos mismos vendedores informales.
En su tono, percibí una confianza asentada en la impunidad, desafiándome a llamar a la autoridad.
Aun así, ante la incertidumbre de un enfrentamiento matutino, opté por la retirada.
Era demasiado temprano para confrontar un fenómeno sin rostro, una compleja realidad que preferí no desentrañar en aquel momento.
Además, otras calles ofrecían refugio para estacionar, lejos del núcleo agitado de aquel primer cuadro.
En esa breve interacción, se reveló un rostro anónimo de la ciudad.
Una realidad en la que lo informal y lo formal chocan, delineando territorios y disputando el espacio urbano.
Una lección matutina que dejó una impresión indeleble: la ciudad, en su albor matutino, oculta bajo sus fachadas, un escenario complejo de convivencia entre el orden regulado y la informalidad desafiante.
La presencia nada sutil del comercio informal en las calles de Oaxaca es más que la mera ocupación de espacios públicos por vendedores ambulantes.
Es un laberinto complejo donde se entrelazan múltiples actores y dinámicas sociopolíticas.
Este escenario, donde la informalidad prolifera y convive con la cotidianidad, es un reflejo tangible de la realidad en la que convergen, con equilibrio precario, el poder gubernamental, la dinámica económica y la supervivencia de los ciudadanos.
El comercio informal, ese fenómeno económico que ha logrado arraigar su presencia en las calles, no es solo un conjunto de vendedores, puestos y transacciones.
Es una radiografía de la realidad social y política que delinea a la ciudad capital y sus gobernantes.
En varias ocasiones se ha señalado cómo este tejido informal, paradójicamente, beneficia a entidades gubernamentales municipales y fuerzas oscuras, revelando una suerte de complicidad que ahoga la fluidez del orden y la legalidad.
Las cifras, con su peso estadístico, son el retrato de la permeabilidad de la informalidad en Oaxaca.
Más de 5 mil comerciantes, ingresos astronómicos que se deslizan fuera de los márgenes fiscales, y un entramado de cuotas, tarifas y permisos que trazan una ruta compleja de pagos y negociaciones.
Esta dinámica se entreteje en un baile constante, un cotidiano fluir donde la informalidad se anida en cada rincón, cada producto, cada intercambio.
Los llamados institucionales, esos exhortos dirigidos a contener la expansión del comercio informal en el centro histórico, suenan a meras formalidades, carentes de fuerza o implementación efectiva.
La retórica de las medidas y regulaciones se diluye en la práctica, mientras los números y las transacciones siguen danzando en la bruma de la irregularidad.
El tejido social, entonces, se va componiendo con los hilos de la informalidad, tejidos invisibles pero que impactan en la dinámica diaria.
Los comerciantes, las inspecciones, las cuotas, todos forman parte de un ecosistema donde la falta de regulación y la complicidad gubernamental se entrelazan, desdibujando la línea que separa lo legal de lo informal.
Pocos se atreven a hablar de la interconexión entre la clase política y los comerciantes informales.
Es un matrimonio complejo, donde los compromisos electorales y la cooptación de votos se entretejen con el silencio cómplice frente a la informalidad.
El poder político se desentiende, el espacio público se reduce y los compromisos se diluyen en la impunidad de la informalidad.
Este relato no es solo una exposición de hechos, es un mosaico que refleja la realidad socioeconómica y política.
La coexistencia del comercio formal con su contraparte informal revela la fragilidad de la autoridad gubernamental, la opacidad de los acuerdos y la dificultad para trazar fronteras claras entre lo legal y lo ilegal.
El diálogo social se plantea como la clave para atenuar la expansión desmesurada del comercio informal.
El llamado a un compromiso real, a una voluntad sincera por parte de los políticos y las organizaciones de comerciantes, emerge como el punto de inflexión en esta danza de la informalidad.
Las medidas regulatorias y la reubicación de los ambulantes se erigen como faros de esperanza en la oscuridad de la informalidad.
El desafío que se presenta es la reconciliación entre la necesidad de empleo y la regulación de una economía subterránea.
La búsqueda de espacios y condiciones que permitan transitar de la informalidad hacia la formalidad se vislumbra como el camino para ordenar este entramado caótico.
La conciencia social y la responsabilidad individual se erigen como pilares para reducir la informalidad y, por ende, su impacto en la salud pública en tiempos de pandemia.
La imagen final de historia es la ciudad de Oaxaca, un escenario donde la informalidad crece desbordada, un laberinto de calles tomadas por los ambulantes, en el que la regulación se desvanece, y el comercio formal se ve cercado por un crecimiento descontrolado de lo informal.
La necesidad de conciliar la coexistencia de ambos mundos, de encontrar un punto de equilibrio entre la economía informal y la formal, se convierte en la batalla por el alma de la ciudad.