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5 noviembre, 2025
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El retorno de los desplazados en Oaxaca y la deuda con la Sierra Mixe

 

En Guadalupe Victoria, una comunidad enclavada en la Sierra Mixe de Oaxaca se escenificó este martes un acto que, más que ceremonia, fue ajuste de cuentas con la historia reciente: el retorno de decenas de familias desplazadas por un conflicto agrario que las expulsó de sus casas hace más de ocho años.

No hubo fuegos artificiales ni discursos triunfalistas que ocultaran la crudeza del pasado. Lo que hubo fue memoria, dignidad y una comunidad que, pese al abandono institucional, decidió volver a empezar.

El desplazamiento forzado interno en México —y particularmente en Oaxaca— ha sido una herida abierta, ignorada por años por gobiernos que prefirieron mirar hacia otro lado.

En este caso, 168 familias fueron arrancadas de su territorio por una disputa entre pueblos vecinos. Las casas quedaron vacías, los campos sin sembradores, las escuelas cerradas y los centros de salud clausurados. La vida, simplemente, se detuvo.

Durante años, las víctimas no existieron en los registros oficiales. No hubo censos, ni atención médica, ni justicia. El Estado, ausente. La comunidad, fragmentada.

Fue hasta 2019 que el fenómeno del desplazamiento forzado interno fue reconocido formalmente por el Estado mexicano. Pero el reconocimiento no trajo consigo soluciones inmediatas.

En Oaxaca, los casos se apilaron sin respuesta. Veintitrés desplazamientos forzados internos documentados, todos ellos herencia de gobiernos que confundieron la omisión con la neutralidad.

El retorno a Guadalupe Victoria no es una victoria, sino un punto de partida. Es el resultado de un proceso de diálogo que tomó años, con avances lentos, retrocesos dolorosos y una desconfianza que no se disipa con discursos.

El regreso de 63 familias no borra el miedo ni reconstruye de inmediato el tejido social roto. Pero marca un precedente: por primera vez, un gobierno estatal diseñó e implementó un retorno asistido, ordenado, voluntario y digno, con participación activa de las víctimas y observación internacional.

La comunidad no pidió favores. Exigió lo que le corresponde: escuelas, caminos, salud, seguridad. Lo hizo con la claridad de quien ha vivido el abandono y no quiere repetir la historia.

Solicitó una ambulancia, una patrulla, la rehabilitación de caminos y la apertura de una vía que reduzca a la mitad el tiempo de traslado a la capital del estado. No fueron súplicas, fueron demandas legítimas de quienes han sostenido la vida comunitaria con lo poco que quedó.

El retorno de los desplazados en Oaxaca no es un hecho aislado. Es un espejo de lo que ocurre en otras regiones del país donde el conflicto agrario, la violencia criminal o la negligencia institucional han expulsado a miles.

La diferencia aquí es que, por primera vez, se aprobó una ley estatal que reconoce el desplazamiento forzado interno, sanciona a quienes lo provocan y garantiza derechos a quienes lo padecen. Es un paso, no una solución.

La reconstrucción del tejido social no se decreta. Se teje, día a día, con presencia institucional, con respeto a la autonomía de los pueblos, con justicia y con memoria.

Las niñas y los niños que hoy regresan a sus casas no necesitan promesas, necesitan aulas, maestros, vacunas y seguridad.

Las comunidades no necesitan discursos, necesitan caminos transitables, agua potable y garantías de no repetición.

Guadalupe Victoria no celebró una victoria. Conmemoró un regreso. Y en ese regreso, el mensaje fue claro: el pueblo no olvida, el pueblo resiste, y cuando decide volver, lo hace con la dignidad intacta.

El Estado, si quiere estar a la altura, deberá demostrar que esta vez no llegó tarde. Porque el desplazamiento forzado interno no es una estadística: es una deuda histórica que aún está lejos de saldarse.

 

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