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Hubo un tiempo en que las teclas eran una frontera. Una hilera metálica entre el pensamiento y la palabra. Quien no las dominaba quedaba condenado al silencio. Pero el silencio también tenía su encanto, y en él se gestaban las historias. En ese territorio ambiguo, entre la letra y el número, entre lo analógico y lo digital, nació una generación de hombres y mujeres que escribieron sin saber que estaban trazando las primeras líneas de una nueva era.
No eran poetas ni ingenieros, aunque algo de ambos llevaban dentro. Les bastaba una máquina que hacía ruido, una cinta de tinta y un papel en blanco para dar forma al mundo. Hasta que llegó el instante en que la máquina cambió de piel. De acero a plástico. De tecla a comando. De ruido a zumbido eléctrico. Y entonces comenzó la era del aprendizaje obligado: la era de quienes tuvieron que domesticar a las primeras computadoras como si fueran animales salvajes del futuro.
Eran tiempos de oficinas donde la modernidad se medía en el tamaño del monitor. Las manos que antes golpeaban teclas como si dictaran sentencias judiciales, ahora temblaban frente a una pantalla azul con letras que parpadeaban sin piedad. Todo debía cuadrar. Los números, los datos, las fórmulas. Y, sin embargo, la vida no cuadraba. Los errores no eran fallas del sistema: eran guiños del destino.
Hubo quienes descubrieron que detrás de cada error de sintaxis había una historia. Una letra que quiso hacerse pasar por número, un número que se negó a obedecer la lógica. Y así, casi sin quererlo, se reveló una verdad antigua: las máquinas no entienden de belleza ni de intuición, solo de precisión. El ser humano, en cambio, escribe con el pulso de la emoción, con el error como parte de su gramática.
Fue entonces cuando algunos, los más tercos, comprendieron que aprender a usar una computadora no era solo dominar un artefacto, sino entender una nueva forma de escribir el mundo. Descubrieron que el conocimiento ya no cabía en los estantes de madera, sino en una caja luminosa capaz de contener bibliotecas enteras. Que el libro y el archivo digital podían convivir, igual que conviven la nostalgia y el progreso.
Y en esa intersección se forjó una nueva humanidad: la de los que aún recuerdan cómo olía el papel carbónico, pero también saben cómo guardar un documento en la nube. Los que se maravillan ante la posibilidad de llevar consigo, en un dispositivo, todos los libros que un día soñaron leer. Pero también los que sienten, cada vez que teclean, una nostalgia leve, como si en el fondo extrañaran el sonido del golpe de una tecla mecánica.
En ese tránsito de un mundo a otro, las profesiones se transformaron. Los reporteros ya no buscaban solo la primicia, sino el lenguaje preciso para que la verdad sobreviviera a los algoritmos. Las palabras dejaron de ser únicamente tinta y se convirtieron en datos, desplazándose por cables invisibles hacia un lector que podría estar al otro lado del planeta. La información ya no se imprimía, se expandía. Y con ello, cambió también el modo de contar.
Hoy, en medio del ruido digital, quedan rastros de aquellos primeros aprendices. Los que aprendieron con paciencia que una letra mal puesta podía detenerlo todo. Que los errores son, a veces, la forma más honesta de aprender. Y que escribir —ya sea en una máquina Olivetti o en un procesador de texto— sigue siendo un acto profundamente humano, un pulso que resiste, una manera de afirmarse ante la incertidumbre.
El futuro, lo sabían sin saberlo, no iba a ser una línea recta. Era una pantalla parpadeante llena de promesas y trampas. Lo digital no vino a sustituir lo analógico, sino a recordarnos que la memoria no tiene formato. Que todo archivo, por muy moderno que parezca, es apenas una extensión de la voluntad de recordar.
Así, entre teclas, errores y archivos invisibles, la humanidad se hizo escritora de su propio destino. Y comprendió, con la paciencia de quien ha visto pasar varias eras, que no hay número ni algoritmo capaz de sustituir la intuición del que escribe, ni inteligencia artificial que entienda del todo la emoción que se oculta detrás de una letra mal puesta. Porque en el fondo, toda historia —incluso la que se escribe en silencio sobre una pantalla— sigue siendo un intento de descifrar el número que no existía.
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Redacción de Misael Sánchez / Reportero de Agencia Oaxaca Mx
Fragmento de “Yo, tú, él y sus cuentos”