Dr. Luis A. González Placencia (Secretario General Ejecutivo de la ANUIES)
Aunque el concepto de dignidad aparece en varias ocasiones en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) y se suele aludir a él constantemente en los discursos de defensa de los derechos y en la toma de decisiones judiciales, la dignidad es un concepto difícil de definir. Para Habermas, filósofo alemán, el concepto de dignidad es la exigencia del respeto al valor moral inalienable de cada una de las personas, que es traducido jurídicamente como: exigibilidad de derechos libres e iguales (Habermas, 2020). En este sentido, una persona que vive con dignidad es aquella cuyos derechos son respetados y cuyas libertades son garantizadas. Por otra parte, la dignidad, como valor moral inalienable, se refiere a la autonomía de la persona, es decir, a la capacidad de cada quien de decidir, por cuenta propia, sobre qué es lo mejor para sí y qué desea hacer con su vida.
Si bien no existe una jerarquía de los derechos humanos, el derecho a la salud, debido a nuestra condición de mortales, se presenta como un derecho sine qua non es posible el goce de cualquier otro. Como lo afirmó el Comité de Derechos Económicos Sociales y Culturales de la ONU: “La salud es un derecho humano fundamental e indispensable para el ejercicio de los demás derechos humanos. Todo ser humano tiene derecho al disfrute del más alto nivel posible de salud que le permita vivir dignamente” (CSP-DESCA, 2000).
Sin embargo, la salud, como estado de bienestar físico y mental, es una condición que irremediablemente todas las personas perderemos ¾de forma paulatina, intermitente o súbita¾ a lo largo de nuestras vidas. Aunque toda persona debería tomar las acciones que estén a su alcance para cuidar su salud de la mejor manera posible a lo largo de su existencia, hay situaciones extraordinarias y azarosas que pueden afectar gravemente nuestro cuerpo y mente: sufrir un accidente, desarrollar una enfermedad degenerativa, estar sometidos constantemente a situaciones de estrés, desarrollar una enfermedad hereditaria, u otras. La pandemia de la COVID-19, por ejemplo, nos recordó la fragilidad de la condición humana y la imperiosa necesidad de mejorar los sistemas de salud alrededor del mundo.
Por otra parte, aun si se tuviera la fortuna de no padecer ninguna enfermedad grave a lo largo de la vida, nadie está exento del envejecimiento y de sus consecuencias. El derecho a la salud, en este sentido, se vuelve más relevante mientras más avanza la vida. Las personas adultas mayores suelen ser más propensas a desarrollar enfermedades o algún tipo de discapacidad con el tiempo, lo que puede obligarlas a recurrir al uso de medicamentos o algún aparato auxiliar para realizar sus actividades cotidianas. Por tanto, la posibilidad de vivir una vida con el mayor grado de autonomía posible, con dignidad, durante la vejez depende en gran medida del acceso a los servicios de salud que se tengan. Esto, para todos los Estados, debe ser una prioridad, ya que, actualmente, en gran parte del mundo las personas tienen una esperanza de vida mayor a los 60 años. Según la Organización Mundial de la Salud, para 2030 una de cada seis personas en el mundo tendrá 60 años o más, y para 2050 el número de personas adultas mayores se duplicará: habrá aproximadamente 2,100 millones (OMS, 2024).
El derecho a la salud cobra una importancia doble para los grupos históricamente vulnerables de la sociedad. Para las personas con discapacidad, el acceso a los servicios de salud especializados y de calidad es fundamental para que ejerzan con plenitud su autonomía y desarrollen su proyecto de vida en igualdad de condiciones. Otro caso es el de las personas en situación de pobreza, que dependen exclusivamente de los servicios públicos gratuitos que se puedan brindar: consultas, exámenes, medicamentos, terapias, etc. En el caso de las personas indígenas, una de cada cuatro personas vive en condiciones de pobreza (CONEVAL, 2019) y, además, enfrentan barreras adicionales para acceder a la salud: clínicas y hospitales lejanos a sus localidades, no contar con documentos de identificación oficial para darse de alta en las instituciones médicas, no poder comunicarse en su lengua materna con el personal médico, entre otros enormes obstáculos.
En conclusión, que toda persona pueda acceder al derecho a la salud y que este le permita mantener un estado de bienestar físico y mental, salvaguarda su dignidad, ya que le permite mantener una vida libre y autónoma. Aunque México no firmó la Carta de Ottawa para la Promoción de la Salud de la OMS (1986), desde 1983 el artículo 4.° constitucional explicitó el compromiso del Estado mexicano de proteger el derecho humano a la salud. A nivel internacional, México suscribió la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible de la ONU, la cual establece, entre las metas del Objetivo 3 Salud y Bienestar: reducir la tasa de mortalidad materna, infantil y neonatal; terminar con las epidemias del sida, tuberculosis, malaria y enfermedades tropicales; prevenir y tratar el abuso de sustancias adictivas; lograr la cobertura sanitaria universal; aumentar el financiamiento al sistema de salud; entre otros objetivos (ONU, s.f.).
Por ello, es imprescindible que el Estado continúe trabajando para mejorar la cobertura médica, amplíe sus servicios de especialidad, fortalezca el abasto de medicamentos y lo haga con una perspectiva de inclusión que beneficie, especialmente, a los grupos históricamente vulnerados.