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22 octubre, 2025
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Día de Muertos en Oaxaca y todo México

 

A menos de dos semanas del Día de Muertos, las calles de Oaxaca comienzan a transformarse. No es un cambio abrupto ni una imposición comercial. Es una transición que ocurre con la naturalidad de lo que se ha hecho siempre. Las casas se abren, los altares se levantan, las flores se cortan, los mercados se llenan de pan, velas, papel picado y frutas de temporada. La ciudad se prepara, sí, pero también lo hacen los pueblos, las agencias, las comunidades que no aparecen en los folletos turísticos, pero que sostienen con firmeza el corazón de esta celebración.

El Día de Muertos en México no es un espectáculo. Es una práctica viva, compleja, profundamente arraigada en la historia indígena y en la memoria colectiva. Es una fecha que no se limita al calendario oficial del primero y dos de noviembre. En muchas regiones, el ciclo ritual comienza desde mediados de octubre y se extiende hasta bien entrado el mes. En Oaxaca, por ejemplo, hay comunidades donde los preparativos inician con semanas de antelación, cuando se siembran las flores de cempasúchil, se seleccionan las semillas de calabaza para los dulces y se limpian los caminos que conducen al panteón.

Hablar del Día de Muertos en Oaxaca es hablar de una diversidad de formas, tiempos y sentidos. En los Valles Centrales, las familias levantan altares de varios niveles, decorados con velas, frutas, pan de yema, mezcal, fotografías y objetos personales de los difuntos. En la Mixteca, los altares se acompañan de rezos comunitarios, música tradicional y visitas al panteón que duran toda la noche. En la Sierra Norte, los pueblos zapotecos y mixes mantienen prácticas que combinan elementos prehispánicos con símbolos cristianos, en una síntesis que no busca reconciliar, sino coexistir.

En cada región, el Día de Muertos tiene un rostro distinto. En algunos pueblos, se cree que las almas de los niños llegan el 31 de octubre por la tarde, y las de los adultos al anochecer del primero de noviembre. En otros, se habla de un solo día para todos, o de una semana entera de visitas. Lo que no cambia es la certeza compartida: los muertos regresan. Y hay que recibirlos con lo mejor que se tenga.

El altar es solo una parte del entramado ritual. En muchas comunidades, el Día de Muertos implica también la limpieza de tumbas, la preparación de comidas específicas, la organización de comparsas, la elaboración de tapetes de aserrín y la participación en procesiones nocturnas. En algunos casos, se construyen arcos de flores que simbolizan la entrada al mundo de los muertos. En otros, se colocan caminos de pétalos que guían a las almas desde el panteón hasta la casa.

Estas prácticas no son homogéneas ni estáticas. Cambian con el tiempo, se adaptan a las condiciones sociales, económicas y culturales de cada comunidad. En zonas urbanas, el Día de Muertos ha adquirido formas más escenográficas, con concursos, desfiles y festivales. En las zonas rurales, en cambio, la celebración mantiene un carácter íntimo, familiar, comunitario. No hay cámaras. Hay silencio. No hay espectáculo. Hay espera.

El reconocimiento del Día de Muertos como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad ha traído consigo una mayor visibilidad internacional. Oaxaca, como uno de los epicentros de esta celebración, ha visto crecer el interés turístico en estas fechas. Si bien esto ha generado ingresos y proyección, también ha provocado tensiones. En algunos casos, las prácticas rituales se han adaptado a las expectativas del visitante. En otros, se han protegido con celo, limitando el acceso a los espacios sagrados o desplazando las celebraciones a horarios menos visibles.

La tensión entre tradición y turismo no es nueva, pero se agudiza en contextos donde la identidad cultural se convierte en recurso económico. En Oaxaca, muchas comunidades han optado por establecer sus propias reglas: abrir ciertos espacios, cerrar otros, explicar lo que se puede compartir y lo que no. La clave está en el equilibrio. En no perder de vista que el Día de Muertos no es una atracción, sino una forma de relación con la muerte, con el tiempo, con los ancestros.

En un país marcado por la violencia, la migración forzada y la desaparición, el Día de Muertos adquiere un sentido político. No es solo una tradición. Es un acto de resistencia. Es una forma de decir que la memoria importa, que los muertos no se olvidan, que la vida no se mide solo en años vividos, sino en vínculos sostenidos. En Oaxaca, donde muchas comunidades han enfrentado despojos, desplazamientos y abandono institucional, la celebración del Día de Muertos es también una forma de afirmar la continuidad de la vida comunitaria.

Los altares no son solo homenajes. Son archivos. En ellos se guarda la historia de las familias, los oficios, las luchas, las pérdidas. Cada objeto tiene un significado. Cada platillo tiene un destinatario. Cada flor tiene un propósito. Y cada vela encendida es una forma de decir: aquí seguimos. Aquí estamos. Aquí los esperamos.

El Día de Muertos en México, y particularmente en Oaxaca, no es una fecha que se improvise. Es una celebración que se construye con tiempo, con cuidado, con memoria. Es una práctica que se transmite de generación en generación, no como un deber, sino como una forma de estar en el mundo. A menos de dos semanas de su llegada, las comunidades ya están listas. No porque alguien se los haya pedido, sino porque así se ha hecho siempre.

En un país que cambia, que se fragmenta, que se reinventa, el Día de Muertos permanece. No como una postal, sino como una práctica viva. No como un espectáculo, sino como un acto íntimo, colectivo, profundamente humano.

Redacción de Misael Sánchez / Reportero de Agencia Oaxaca Mx

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