En Oaxaca, cuando el décimo mes del año se despedía con olor a cera derretida y pan recién horneado, Miguel, entonces un niño de ocho años, sabía que había llegado Todos Santos. No por el calendario, ni por los anuncios del mercado, sino por el silencio solemne que se instalaba en las casas. Las mujeres lavaban los pisos con vinagre y albahaca. Los hombres colgaban mantones en las ventanas. Los niños eran peinados con esmero. Todos estrenaban ropa. No era fiesta. Era ceremonia.
En la década de los cincuenta, la muerte no era espectáculo, como ahorta. Era presencia. En Pochutla, donde Miguel vivía con sus abuelos, los altares se levantaban como fortalezas domésticas. Se colocaban sobre mesas de madera, cubiertas con manteles bordados, encajes heredados, servilletas de lino. En el centro, una cruz de carrizo. A los lados, veladoras de sebo, copal, flores de cempasúchil, terciopelo y nube. Panes redondos con huesos de azúcar. Calaveras con nombres escritos en la frente. Frutas de temporada: tejocotes, mandarinas, plátanos, guayabas. Tamales de mole, de frijol, de chepil. Calabaza en dulce. Atole de masa. Chocolate espumoso. Mezcal en copas de barro. Y en lo más alto, las fotografías de los muertos. No como adorno. Como testigos.
Miguel recuerda que, en esos días, la casa se transformaba. Se cocinaba para toda la semana. Se dormía poco. Se lloraba mucho. Las mujeres rezaban el rosario doloroso. Los hombres contaban historias. De muertos recientes. De muertos antiguos. De muertos que habían sido cristeros, zapatistas, villistas, carrancistas. De muertos que no tenían tumba. De muertos que habían muerto sin confesión. De muertos que volvían cada año, puntuales, a cenar con los vivos.
En el patio, los niños jugaban a esconderse entre los arcos de flores. Pero sabían que, a las doce de la noche, debían guardar silencio. Porque las ánimas llegaban. No como fantasmas. Como familia. Se les dejaba comida. Se les encendía luz. Se les abría la puerta. Y se les pedía perdón.
Miguel aprendió que Todos Santos no era una fiesta prehispánica. Era una ceremonia colonial. Cristiana. Francesa. Española. Italiana. Que los altares no eran mexicas. Eran europeos. Que los dulces no eran indígenas. Eran alfeñiques. Que los panes no eran rituales. Eran reliquias comestibles. Que las calaveras no eran ofrendas. Eran exvotos. Que los manteles no eran decorativos. Eran símbolos de indulgencia.
En la iglesia del pueblo, el 1 de noviembre, se exhibían reliquias. Huesos de santos. Astillas de la cruz. Espinas de la corona. Se rezaba por los mártires. Se pedía indulgencia. Se acumulaban minutos de perdón. Se evitaba el infierno. Se negociaba el purgatorio. Se compraban misas. Se ofrecían sufragios. Se anotaban nombres en el Rollo de los Muertos. Qué no?
El 2 de noviembre, se visitaban los panteones. No como paseo. Como procesión. Se llevaban flores. Se llevaban veladoras. Se llevaban comida. Se llevaban pulque. Se comía sobre las tumbas. Se bebía junto a los sepulcros. Se calificaban los altares. Se lucían las hijas. Se presumían los mantones. Se comparaban los candelabros. Se juzgaba el gusto. Se lloraba. Se reía. Se cantaba. Se bebía. Se vivía.
Miguel recuerda que, en esos días, la muerte era humana. No era espectáculo. No era folclor. No era turismo. Era duelo. Era memoria. Era gastronomía. Era política. Era religión. Era economía. Era clase social. Era identidad.
Hoy, Miguel camina por los mercados de Oaxaca y ve altares con luces LED, calaveras chinas de plástico, panes industriales, flores artificiales. Ve turistas tomándose fotos. Ve niños disfrazados de Halloween. Ve ofrendas patrocinadas. Ve concursos de altares. Ve festivales de muertos. Y se pregunta cuándo se convirtió la muerte en espectáculo.
Pero cada año, en su casa, Miguel vuelve a levantar el altar. Con carrizo. Con cempasúchil. Con pan de muerto. Con mezcal. Con lágrimas. Con silencio. Con memoria. Porque sabe que Todos Santos no es una fiesta. Es una conversación con los muertos. Y él tiene mucho que decirles.
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Redacción de Misael Sánchez / Reportero de Agencia Oaxaca Mx
