Misael Sánchez
En México, el hambre no siempre se manifiesta con estómagos vacíos. A veces se disfraza de creatividad doméstica, de sustituciones forzadas, de silencios resignados frente al anaquel. Esta semana, ya casi en primera quincena de agosto 2025, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) publicó las nuevas Líneas de Pobreza por Ingresos, y con ellas, una radiografía brutal del deterioro cotidiano: la canasta básica ya no es básica, es aspiracional.
Las cifras son claras. Para adquirir únicamente la canasta alimentaria, una persona necesita 1,856.91 pesos mensuales en zonas rurales y 2,453.34 en las urbanas. Si se incluye la canasta no alimentaria —ropa, transporte, educación, salud— el umbral asciende a 3,396.71 y 4,718.55 pesos respectivamente. Pero el ingreso promedio de millones de mexicanos no alcanza ni para lo primero. La pobreza, esa palabra que se repite tanto que ya no duele, se ha vuelto más sofisticada, más técnica, más silenciosa.
Las amas de casa mexicanas, heroínas sin medalla, han dejado de hacer más con menos. Ahora hacen menos con menos. Ya no estiran el gasto, lo recortan. El bistec de res, que subió 18% en precio, ha sido sustituido por pollo, por huevo, por nada. La leche pasteurizada, que se encareció 8.3%, se raciona. El frijol, el jitomate, el arroz: todos suben, todos pesan más en el bolsillo. Y, sin embargo, los hogares siguen comiendo. ¿Cómo? Con ingenio, con resignación, con tristeza.
En el ámbito rural, los alimentos y bebidas consumidas fuera del hogar —desayunos en fondas, comidas en la calle— representan el mayor golpe a la canasta alimentaria, con una incidencia del 56.3% en el aumento anual. En el urbano, ese mismo rubro alcanza el 53.8%. Comer fuera se ha vuelto un lujo, pero también una necesidad para quienes no tienen tiempo ni recursos para cocinar. Es el dilema del pobre moderno: pagar más por menos, o pagar menos por nada.
La inflación general anual fue de 3.5%, menor que la del año anterior. Pero esa cifra es una ilusión estadística. En el ámbito urbano, la Línea de Pobreza Extrema por Ingresos aumentó 4.3%, superando la inflación. En el rural, subió 2.9%, apenas por debajo. Es decir, aunque la inflación baja, la pobreza sube. Porque lo que importa no es el índice, sino el impacto. Y el impacto se mide en tortillas menos, en litros de leche menos, en lágrimas que no se lloran.
El boletín del INEGI es técnico, preciso, frío. Habla de porcentajes, de gramajes, de precios por kilogramo. Pero detrás de cada número hay una historia. Una madre que cambia bistec por arroz. Un niño que toma agua en vez de leche. Un abuelo que come una vez al día. La pobreza no grita, no marcha, no incendia. La pobreza se calla, se adapta, se normaliza.
Y en esa normalización, las amas de casa se convierten en alquimistas. Sustituyen productos, buscan ofertas, compran por temporada. El chile serrano se cambia por jalapeño, el queso Oaxaca por fresco, el pollo rostizado por caldo de huesos. Cada comida es una ecuación, cada compra una estrategia. Pero la tristeza permanece. Es una tristeza callada, silenciosa, miserable. Una tristeza que no sale en los boletines, pero que se respira en cada cocina.
La pregunta no es cómo se mide la pobreza, sino cómo se vive. El boletín del INEGI es un espejo, pero también una advertencia. Si el ingreso no alcanza para lo básico, ¿qué futuro se puede construir? Si la canasta básica se encoge, ¿qué esperanza queda?
México necesita más que estadísticas. Necesita políticas públicas que entiendan que la pobreza no es solo falta de dinero, sino falta de dignidad. Necesita escuchar a las amas de casa, no como consumidoras, sino como estrategas de la supervivencia. Porque ellas, con su tristeza silenciosa, están sosteniendo un país que se desmorona en silencio.
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Redacción de Misael Sánchez / Reportero de Agencia Oaxaca Mx