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Despertó. No como se despierta un cuerpo. Como se despierta una conciencia. Estaba de pie. No sabía cómo. No había cama, ni ataúd, ni tierra. Solo estaba ahí. Su piel era seca, como si la hubieran moldeado con barro de una ladrillera. Cada poro le hablaba. Cada grieta le dolía. Rechinaba. No por el movimiento, sino por el recuerdo. Una pestaña cayó al suelo. Se rompió como si fuera de cristal. Y entonces lo supo: estaba muerto. Pero no ausente.
Se llamaba Aurelio. Murió en 1998, en Santa María Tlahuitoltepec, con un libro en la mano y una deuda en el corazón. Lo enterraron con su guitarra, sus lentes rotos y una carta que nunca envió. Cada año volvía. No por nostalgia. Por mandato. Porque en México, los muertos tienen fecha de retorno. Porque los vivos, aunque no lo sepan, los convocan.
Este año, Aurelio volvió. Cruzó el umbral entre dimensiones con la torpeza de quien ya no tiene cuerpo. Llegó a su casa. O lo que quedaba de ella. La fachada era nueva. La pintura, reciente. El patio, limpio. No había huellas de él. Ni su silla, ni su sombrero, ni su olor. En la sala, un altar. Con su foto. Con pan de muerto. Con velas. Pero sin tristeza.
Su mujer reía con sus nietas. Sus hijos hablaban de política. Había otra mascota. Un gato que lo miró sin miedo. Aurelio entendió. Ya no lo extrañaban. Lo recordaban. Que no es lo mismo. El duelo había terminado. La memoria seguía. Y eso, pensó, era justo.
Aurelio caminó por la casa. Cada paso le dolía. No por el esfuerzo. Por la conciencia. Entendía cada parte de su cuerpo. Cada célula que ya no era suya. Cada órgano que ya no funcionaba. La única humedad eran dos lágrimas que no sabía cómo habían llegado a sus ojos. No lloraba. Se reconocía.
Valió la pena, se preguntó. Tal vez sí. Por sus nietas. Por los libros que ya no estaban, pero que alguien había leído. Por las canciones que ya no se tocaban, pero que alguien tarareaba. Por los silencios que dejó. Por los errores que enseñaron. Por la vida que siguió sin él.
En San Pedro Pochutla, una mujer murió en 2003. Cada año, su perro la espera frente al altar. No ladra. No se mueve. Solo espera. Nadie lo alimenta. Nadie lo adopta. Pero no se va. Dicen que es ella. Que volvió en forma de animal. Que no necesita cuerpo para estar presente.
En la Mixteca Baja, un niño murió por una bala perdida. Su madre pone su foto cada año. Pero también deja un juguete. Uno que nunca tuvo. Uno que él pidió antes de morir. Dicen que cada Día de Muertos, el juguete aparece movido. Que alguien juega con él. Que alguien lo usa. Nadie lo ve. Pero todos lo saben.
En la Sierra Mazateca, un anciano murió sin familia. No tenía altar. No tenía foto. Pero cada año, una flor aparece en su tumba. Nadie sabe quién la pone. Nadie la ve llegar. Pero ahí está. Como si la tierra lo recordara. Como si el monte lo nombrara.
Aurelio entendió que la muerte no es castigo. Es tránsito. Que siempre habrá quienes nacen. Que siempre habrá quienes mueren. Por guerra, por enfermedad, por homicidio, por suicidio. Que la muerte no pregunta. Solo llega. Que los vivos la temen. Pero los muertos la comprenden.
En México, la muerte no se esconde. Se celebra. Se pinta. Se canta. Se cocina. Se pone en altares. Se convierte en papel picado, en calaveras de azúcar, en versos burlones. Pero también se llora. Se recuerda. Se honra. Se espera.
Aurelio volvió a la quinta dimensión. No con tristeza. Con certeza. Sabía que el próximo año lo volverían a poner en el altar. Que alguien lo nombraría. Que alguien lo recordaría. Y eso, pensó, era suficiente.
La muerte no es final. Es tránsito. Es barro. Es memoria. Y en México, es costumbre.
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Redacción de Misael Sánchez / Reportero de Agencia Oaxaca Mx
Fragmento de “Yo, tú, él y sus cuentos”
