28 noviembre, 2025
Oaxaca MX
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Ecos de un oficio en extinción

Hubo un tiempo en que el periodismo era un territorio áspero, plagado de horarios imposibles y jornadas que no tenían fin. El oficio se forjaba a golpes de cierre de edición, con la presión como única brújula y la incertidumbre como compañero permanente. En aquel ecosistema, los reporteros no necesitaban títulos ni diplomas. Bastaba con el olfato, la capacidad de detectar lo esencial en medio del ruido, y la terquedad de perseguir la noticia, aunque el cansancio doblara la espalda.

Hoy el escenario es distinto, aunque la esencia se diluye en otra clase de urgencias. La inmediatez digital ha sustituido al rigor del trabajo de campo; la transmisión en vivo desde un teléfono móvil parece más valiosa que una crónica hilvanada con paciencia. Los viejos códigos se tambalean frente a una audiencia que exige velocidad, aunque sacrifique contexto. En este tránsito, lo que antes era presión se convirtió en ansiedad. Y el oficio, en ocasiones, en una sombra de sí mismo.

En las redacciones de antaño, el silencio no existía. Las discusiones entre editores y reporteros eran parte del aire, las conversaciones de pasillo servían como laboratorio de ideas, y hasta el rumor compartido podía convertirse en portada al día siguiente. Hoy, sin embargo, los silencios pesan. No son pausas de respeto, sino barreras levantadas por desconfianza. La competencia desmedida, los jefes que exprimen cada palabra como mercancía y las filtraciones que se vuelven en contra de quien las comparte, han tejido un ambiente donde la prudencia es sinónimo de supervivencia.

El periodismo, como cualquier oficio, arrastra la memoria de sus derrotas. La explotación laboral, disfrazada de vocación, marcó generaciones. Sueldos recortados con pretextos mínimos, vacaciones arrebatadas, deudas emocionales con familias que apenas veían a sus periodistas. Sin embargo, aquel desgaste brutal convivía con la adrenalina de una profesión que daba sentido a los días. Porque nada se comparaba con descubrir una historia antes que nadie, con la certeza de que la palabra impresa podía alterar el pulso de una ciudad entera.

El presente plantea otro dilema. Los medios tradicionales han perdido parte de su poder, devorados por las plataformas digitales y las redes sociales, donde cualquiera puede convertirse en reportero improvisado. La democratización de la información, tan necesaria como inevitable, también ha traído consigo una saturación de voces, muchas veces sin filtro, sin verificación, sin responsabilidad. Frente a ello, el periodismo profesional se debate entre la resistencia y la adaptación, consciente de que la credibilidad no se improvisa.

En este escenario, los periodistas de la vieja guardia se vuelven figuras incómodas y necesarias al mismo tiempo. Incómodas, porque su manera de entender el oficio parece anacrónica: trabajar con fuentes directas, verificar datos, guardar secretos que no se publican, pero sirven para entender el trasfondo de una historia. Necesarias, porque esa experiencia sigue siendo un salvavidas en tiempos donde la sobreabundancia de información genera más confusión que claridad.

La paradoja es que el oficio ya no exige la misma presión de antes. Los cierres digitales permiten corregir en el camino, cambiar titulares, borrar errores. Lo que antes era irreversible en papel, ahora se reescribe con un clic. Y, sin embargo, el vacío no desaparece: la inmediatez quita oxígeno, pero no ofrece sentido. Los periodistas más jóvenes trabajan en un ciclo donde la noticia se consume tan rápido como se olvida, y rara vez hay tiempo para la profundidad.

El oficio enseñaba que no todo se cuenta, que el silencio también es parte del periodismo, que la información se maneja con responsabilidad y no con la ansiedad de sumar clics. Esa sabiduría, fruto de noches interminables y vidas desgastadas, corre el riesgo de perderse entre la urgencia de la novedad y la comodidad de la tecnología.

El periodismo siempre ha sido un espejo de su tiempo. Antes sobrevivía bajo la presión de un cierre que no admitía demora; ahora respira en el vértigo de la velocidad digital. Pero en ambos casos, el reto es el mismo: contar la verdad, aunque incomode, aunque desgaste, aunque duela. Y quizá por eso, en medio de la tormenta, aún resulta reconfortante saber que quedan reporteros dispuestos a tender una mano, a compartir una fuente, a ofrecer una pista. No por nostalgia, sino por la obstinación de no dejar morir del todo un oficio que, bajo cualquier forma, sigue siendo necesario.

Porque más allá de las pantallas, los algoritmos y los silencios, lo que mantiene vivo al periodismo es la terquedad de quienes, aun sabiendo que el mundo ha cambiado, insisten en mirar de frente y contar lo que ven.

Redacción de Misael Sánchez / Reportero de Agencia Oaxaca Mx

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