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3 octubre, 2025
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La última tinta

El periodismo impreso, ese oficio de plomo, café con 2 cucharadas de azúcar y dedos manchados, vivió en México sus años de mayor esplendor al mismo tiempo que comenzó a cavar su tumba. A inicios de la década de los noventa, cuando los pesos todavía se contaban con más ceros de los que una calculadora podía soportar y las rotativas parecían fortalezas invencibles, los diarios mexicanos decidieron jugar a ser modernos. El resultado fue un espejismo: la certeza de que podían reinventarse copiando formatos, diseñando como revistas, importando talleres y conferencias de ciudades donde el periodismo ya ensayaba sus últimos trucos de supervivencia.

En ese tránsito de ilusión y abundancia se incubó la extinción. La riqueza repentina —alimentada por capitales que nadie preguntaba de dónde provenían, pero que viajaban cómodos en aviones privados y autos de lujo— alcanzó a redacciones provincianas y les hizo creer que el futuro sería eterno. Había cenas con champaña, visitas a rotativas flamantes, giras interminables con discursos sobre ética y diseño editorial, pero la realidad era que el lector comenzaba a fugarse. La radio lo había erosionado, la televisión le había arrancado el espectáculo, y muy pronto la pantalla digital lo devoraría por completo.

Si algo revelan aquellos episodios es que el periodismo mexicano de provincias se dejó seducir por la fachada. Quiso ser lo que veía en Monterrey o en Guadalajara: portadas vistosas, tipografías que parecían escapar de una revista, ediciones que prometían aire fresco. Copió el formato, nunca la esencia. La precariedad de los ingresos publicitarios seguía allí, el analfabetismo funcional tampoco se movía un centímetro, y el hábito de usar el diario para envolver frutas en el mercado era más real que el supuesto lector crítico al que decían dirigirse.

Los escenarios que se abren a partir de esa evidencia no son alentadores. Si los periódicos murieron en medio de la abundancia, ¿qué futuro queda a las redacciones digitales que nacen hoy entre la precariedad y la urgencia? El presente dicta que la audiencia ya no paga por leer, que el financiamiento depende de anunciantes o de gobiernos con intereses, y que la objetividad ha pasado de valor a anécdota. La nostalgia, en este punto, es inútil. Lo que se requiere es lucidez: entender que la batalla ya no está en la tinta, ni siquiera en la página web, sino en el modo en que el periodismo se adapta a sobrevivir en plataformas que lo reducen a segundos de atención.

Conviene reflexionar sobre lo que se hizo mal. Hubo talento, hubo pasión, incluso hubo generaciones dispuestas a aprender del oficio como si fuera un apostolado. Pero la borrachera de los viajes, las cenas de etiqueta y las conferencias de cartón crearon la ilusión de que el periodismo podía seguir siendo rentable sin tocar las estructuras que lo ahogaban. Esa falta de visión es lo que hoy pesa como una losa sobre las pocas redacciones que aún insisten en imprimir ejemplares.

La recomendación es brutal y sin adornos: el periodismo que quiera sobrevivir deberá aceptar que ya no tiene la eternidad como aliada. Necesita mirarse con crudeza, despojarse de oropeles, reinventar su relación con el lector que ya no se conforma con titulares ampulosos ni con la foto borrosa del político en turno. El desafío es crear comunidades, no audiencias; construir confianza, no cifras de circulación infladas. La lección de los noventa es clara: ni los millones de pesos, ni los autos de lujo, ni las rotativas importadas evitaron la caída. Lo único que puede hacerlo hoy es volver a la esencia, a contar historias con la honestidad de quien sabe que el tiempo de la tinta ya pasó, pero el de la palabra todavía respira.

Porque al final, lo que se extinguió no fueron los periódicos, sino la ilusión de que podían ser eternos. El periodismo, si aún quiere existir, debe abandonar de una vez por todas esa fantasía.

Redacción de Misael Sánchez / Reportero de Agencia Oaxaca Mx

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