—
En algún momento de la historia, las redacciones fueron talleres. Lugares donde el periodismo no sólo se escribía: se fabricaba. El oficio se parecía más a la alfarería que a la ingeniería digital. Cada nota, cada editorial, cada obituario, llevaba consigo el rastro de una mano que se ensuciaba con tinta y corregía con paciencia de orfebre. Hoy, en cambio, los periódicos han sido despojados de esa textura artesanal para convertirse en flujos de datos. El periodismo ya no se imprime con olor a plomo caliente; se consume en pantallas que no guardan memoria.
La hipótesis no es difícil de trazar: el tránsito hacia la era tecnológica no sólo transformó los instrumentos, sino el alma misma del periodismo. La sala de captura se extinguió como se extinguen las especies que no encuentran refugio. Los correctores de estilo cedieron su lugar al autocorrector. El “paren prensas” se convirtió en un clic. Y con ello se perdió más que un rito: se desdibujó la frontera entre lo artesanal y lo industrial, entre el periodismo que olía a esfuerzo colectivo y el periodismo solitario, escrito desde un teclado iluminado por la fría luz azul de la pantalla.
El escenario actual es complejo. El periodista convive con una doble presión: la urgencia de la inmediatez y la tiranía del algoritmo. Ya no escribe únicamente para informar; debe también seducir al lector invisible que mide su permanencia en segundos. El texto ya no se corrige con bisturí, se adapta a métricas. El titular ya no busca ser memorable, sino clickeable. Y en esa dinámica, el riesgo es evidente: que el oficio deje de ser relato de lo público y se convierta en eco de lo fugaz.
El futuro del periodismo no puede explicarse sólo en términos tecnológicos. La velocidad y la inmediatez han democratizado la producción de información, pero también han multiplicado el error, la superficialidad y la desmemoria. La vieja crítica del lector al gazapo impreso ha sido sustituida por la mofa viral. Lo que antes era un tropiezo corregible en la siguiente edición, hoy es un tatuaje digital que circula sin remedio. El periodista ya no se enfrenta sólo al “duende” de la redacción, sino a la máquina implacable que convierte cada error en tendencia.
La transición, sin embargo, no debe asumirse como un duelo nostálgico sino como una oportunidad de recuperar lo esencial. La tecnología no es enemiga, pero la prisa sí lo es. El oficio necesita reencontrarse con el tiempo que exige la precisión, con la calma que demanda el contraste de datos, con la disciplina que impone la verificación. Porque la inmediatez sin veracidad es pirotecnia: deslumbra, pero no ilumina.
En este punto, la recomendación es clara: el periodismo debe resistirse a ser sólo producto de consumo rápido. Necesita volver a ser relato con memoria, crónica con contexto, noticia con responsabilidad. No se trata de renunciar a las plataformas digitales, sino de habitarlas con la misma seriedad con la que antes se habitaba la sala de redacción. El oficio tiene que recuperar su dignidad en medio del ruido, ofrecer al lector no lo que quiere escuchar, sino lo que necesita saber.
La conclusión es disruptiva porque cuestiona la dirección del camino. El periodismo que se deja gobernar por las métricas corre el riesgo de ser un oficio vaciado de propósito. El que se aferra a la artesanía de la palabra, aunque apoyado en nuevas herramientas, puede sobrevivir como antídoto frente a la saturación informativa. La encrucijada no es tecnológica, es ética. Y en esa frontera se juega no sólo el futuro del periodismo, sino la posibilidad de que la sociedad siga encontrando en él un espejo veraz de sí misma.
—
Redacción de Misael Sánchez / Reportero de Agencia Oaxaca Mx