No hay crónica sin registro. No hay reportaje sin archivo. No hay periodismo sin observación. Lo demás es ruido, opinión, ocurrencia. Pero el oficio, el verdadero, se construye con fragmentos precisos de realidad. Con hechos. Con escenas. Con palabras dichas en voz baja. Con gestos que no caben en una nota, pero que definen el tono de una historia.
A eso se dedican algunos periodistas. A mirar. A anotar. A guardar. No para publicar de inmediato, sino para tener. Para cuando haga falta. Para cuando el país se incendie. Para cuando el silencio sea más elocuente que el escándalo.
Uno de ellos se llama Rodrigo, aunque en las redacciones lo conocen como “el reportero de las libretas”. Tiene más de treinta. Todas numeradas. Todas con fechas. Todas con anotaciones que parecen insignificantes, pero que no lo son. Porque Rodrigo aprendió que el periodismo no se hace solo entre semana. Que los fines de semana, cuando las oficinas cierran y los funcionarios se esconden, hay que tener material extra. Y ese material no se consigue en conferencias. Se consigue en la calle. En los cafés. En los pasillos. En los silencios.
Su colección empezó por necesidad. Un sábado de marzo, hace años, tenía que entregar una crónica para el lunes. No había evento. No había fuente. No había nada. Solo una frase que había escuchado el jueves anterior en una cantina de una colonia: “Aquí enterraron a un diputado en el baño”. La frase no era verificable. Pero era útil. Rodrigo la anotó. La cruzó con otras. La convirtió en historia. Y desde entonces, no dejó de registrar.
No hace entrevistas. Hace observaciones. No busca declaraciones. Busca incidentes. No pregunta. Escucha. Y anota. Con fecha. Con lugar. Con contexto. Con palabras exactas. Sin adornos. Sin interpretaciones. Solo hechos. Porque sabe que una buena crónica no se inventa. Se reconstruye.
Las técnicas que usa no están en los manuales. Están en la práctica. En la repetición. En el rigor. Rodrigo divide sus registros en tres tipos:
– Descripciones puras: lo que ve, lo que oye, lo que ocurre.
– Interpretaciones separadas: lo que cree que significa, pero lo deja aparte.
– Recomendaciones internas: lo que podría investigar después, lo que podría cruzar con otros datos.
Cada anotación tiene fecha. Hora. Lugar. Personas involucradas. Y una breve descripción del incidente. Si hay diálogo, lo anota textual. Si hay gesto, lo describe. Si hay contexto, lo registra. No generaliza. No evalúa. No editorializa. Solo observa.
Algunos colegas lo consideran obsesivo. Otros, metódico. Pero todos saben que cuando falta información, Rodrigo tiene algo. Un registro. Una escena. Una frase. Una historia. Porque su archivo no es digital. Es humano. Es narrativo. Es acumulativo.
Las nuevas generaciones de periodistas podrían aprender de eso. No de Rodrigo, sino del método. De la disciplina. De la humildad de mirar sin juzgar. De la paciencia de esperar que una escena se convierta en historia. De la capacidad de distinguir entre lo importante y lo urgente.
Porque el registro anecdótico no es una técnica escolar. Es una herramienta profesional. Es una forma de construir memoria. De documentar lo que no entra en boletines. De guardar lo que no cabe en titulares. De sostener el periodismo cuando todo lo demás falla.
En las universidades, se habla de fuentes, de géneros, de ética. Pero se habla poco de archivo. De observación. De registro. De cómo anotar una escena sin contaminarla. De cómo distinguir entre lo que se ve y lo que se cree. De cómo construir una crónica con fragmentos reales, no con ocurrencias.
Algunos periodistas —no todos, y sin necesidad de cubrir nota roja— operan como si fueran parte de una fuerza paralela: manejan códigos, reciben pitazos, conocen los ritmos y silencios de investigadores, agentes, personajes turbios y figuras de sectores diversos. Se mueven con soltura entre lo institucional y lo informal, entienden las reglas no escritas de la calle, y construyen sus fuentes en espacios donde la información circula con discreción. No son policías, pero a veces saben más que ellos. Tienen archivos.
Rodrigo sigue anotando. En libretas. En hojas sueltas. En servilletas. Tiene registros de cantinas, de hospitales, de funerarias, de juzgados, de mercados. Tiene frases que no ha usado. Gestos que no ha contado. Escenas que esperan su momento.
Y cuando llega ese momento, la crónica aparece. No como producto de inspiración. Sino como resultado de archivo. Porque el periodismo, el verdadero, no se improvisa. Se construye. Con registros. Con memoria. Con rigor.
Las nuevas generaciones tienen tecnología. Tienen acceso. Tienen velocidad. Pero necesitan método. Necesitan archivo. Necesitan aprender a mirar. A anotar. A guardar. Porque algún día, cuando todo falle, lo único que tendrán será una libreta. Y una historia que espera ser contada.
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Redacción de Misael Sánchez / Reportero de Agencia Oaxaca Mx
