28 noviembre, 2025
Oaxaca MX
AgendaOpinión

Anatomía de los jefes del periodismo

 

 

No siempre firmaban. De hecho, la mayoría de las veces no firmaban nada. Ni notas, ni editoriales, ni siquiera correos internos. Su firma era la edición del caos, el rumor domesticado, la agenda atada al poste antes de que ladrara fuera de hora.

Se les conocía como jefes de información, pero eran algo más que jefes: eran árbitros, dramaturgos, pastores del desorden narrativo. Y aunque el último corrector de estilo ya reposa bajo tierra con sus verbos bien puntuados, ellos —los jefes— merecen su elegía escrita con plomo, nicotina y dignidad.

En los diarios de antes —los que olían a tinta y a ansiedad en la rotativa—, el jefe de información era la neurona colectiva del medio. Sabía más que el director, leía mejor que el corrector, sospechaba antes que el reportero. Madrugaba sin despertador y cerraba sin reloj.

Su oficina era una trinchera con teléfono fijo y café de guardia. No daba órdenes: tejía la urdimbre de la jornada con una mezcla de cinismo y vocación. «Tres notas por cabeza, dos que sirvan, una que sobreviva», repetía como evangelio redactado entre martes y cierre.

Para cada reportero, tenía al menos dos órdenes de trabajo: una concreta, otra implícita. La concreta decía: “Ve a cubrir la rueda del sindicato, pero fíjate quién no llega, a veces la ausencia es más nota”. La implícita murmuraba: “Y si hueles algo más turbio, persíguelo”. Sabía que, sin esa doble capa, el reportero —el joven, el viejo, el dominguero— acabaría con una nota de columpios rotos y entrevistas a turistas perdidos. Nada indigno, pero tampoco alimento para la página tres. El jefe de información no cazaba la exclusiva: la cebaba, la sembraba en la agenda del reportero sin que éste lo notara.

Era administrador de voluntades, contador de silencios. Mediaba entre el director —ese dios en ayuno de calle— y la redacción —ese enjambre de egos mal dormidos—. Cuando el patrón se enojaba, él modulaba. Cuando el reportero protestaba, él traducía. “No se lo tomes personal —decía—, es que no leyó la nota completa”. La suya era una diplomacia de trincheras.

Los jefes de información sabían qué notas no publicar todavía y qué notas forzar antes de que se apagaran. Tenían un olfato quirúrgico para el tema que venía, el que estaba por estallar, el que nadie quería tocar. Inducían el debate sin necesidad de levantar la voz. Con una ceja alzada bastaba para que el redactor supiera que algo olía a nota tibia. Y cuando creían que nadie los veía, borraban un adjetivo, corregían un lead, cambiaban un título. No para presumir estilo, sino para proteger al periódico de sí mismo.

Era otra época. Entre 1990 y 2010, más o menos, los diarios de papel aún mandaban. Las redacciones eran madrigueras de voces cruzadas, y el jefe de información ejercía como brújula de todos los nortes posibles. Hoy, con las noticias fluyendo por algoritmos y los lectores escaneando titulares más que textos, su función parece una pieza arqueológica. Pero incluso en esta arqueología hay huesos que todavía crujen.

Porque, al final, el jefe de información no sólo organizaba el trabajo. Organizó —durante décadas— la manera misma de pensar el periodismo. Su figura no cabía en una bio de LinkedIn ni en un esquema vertical. Era el eslabón humano entre la noticia y su sentido.

Tal vez lo que extrañamos no sea el tiempo de los correctores, sino el tiempo de los jefes que sabían marcar agenda sin gritar titulares. Que sabían que, en la redacción, como en la vida, la buena información se da, se comparte, se corrige… y nunca se impone.

Y que a veces —como ellos—, ni siquiera se firma.

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Redacción de Misael Sánchez Reportero de Agencia Oaxaca Mx

 

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